Años discutiendo si Turquía era Europa o Asia, si iba hacia Occidente o si giraba hacia Oriente, y por fin hemos encontrado la respuesta. La pregunta era incorrecta. Turquía no va hacia el Este ni hacia el Oeste: se va para arriba. En diez años su economía se cuadruplicó, pasando de 200.000 a 800.000 millones de dólares.
Lo que no quita que siga siendo un mosaico donde se entremezcla políticamente nacionalismo a ultranza, separatismo violento, militarismo secular, islamismo agazapado, modernidad con tradición, tecnología mezclada con alfombras manuales, burros y BMW en la misma carretera. Como dijo alguna vez el general De Gaulle, “no esperen que Francia funcione con un sistema de partido único: tiene demasiadas clases de quesos”. Turquía también; no de quesos, pero sí de historias, sectores, intereses, etnias, influencias y proyectos.
En momentos en que Europa ya no puede ser, ni aunque quiera, el modelo de otrora para aquellas regiones que la exceden en su geografía; mientras el Euro tambalea al sonido de Zorba y los ex socios del soviet devalúan para capear la tormenta; mientras Alemania toma medidas unilaterales ante la queja francesa, Italia se revuelca en las bacanales de su mandatario, España y Portugal pasan la gorra pidiendo auxilio y los irlandeses tienen hipotecado el futuro, Turquía aparece como el modelo a seguir por lo menos para los regímenes del Magreb árabe-africano-islámico.
Una nación que hizo posible el hecho de hacerse ver al mismo tiempo como musulmana, democrática y próspera, y que incluso logró tener una política exterior propia no sometida a los dictados de Occidente. Capaz de plantarse ante los EEUU y ofrecer una salida al programa nuclear iraní, pese a competir directamente con éstos en la influencia regional. Y donde, sin desconocer su pasado autoritario y violento, se presenta a sí misma como un país estable, independiente, sin pudor a la hora de señalar con el dedo el doble rasero con el que se maneja el mundo en temas como Israel, los Derechos Humanos, la proliferación nuclear o los europeos con la inmigración.
País raro esta Turquía, asiática por donde la mire pero con pretensiones europeas, que renegó de su escritura para adoptar la greco romana, que copió su Código Civil del modelo de Suiza, que redactó un Código de Comercio casi igual al alemán, que extrajo su Código Penal del Derecho italiano. Que pretendió que su sociedad, mayoritariamente islámica, se acomodara a esos parámetros jurídicos válidos para los suizos (calvinistas), los alemanes (luteranos) y los italianos (católicos).
Por siglos fue paradigma del lujo y los placeres, no lejos de cierta brutalidad.
Odaliscas y cimitarras fueron sus emblemas. Imperio tremebundo que aterró a la cristiandad (y a sus vecinos teóricamente hermanos en la fe), después de cinco largos siglos, las paradojas de la política la encontraron aliada de Inglaterra. Por esas vueltas de Allah se transformó en soporte invalorable para los intereses occidentales en el convulsionado Levante. Ahora, atravesando la historia reciente, sale de la elección fortalecida, más allá de internas que continúan y quizás continuarán toda la vida porque eso “es” en el fondo Turquía, representada objetivamente por el inmenso Bazar donde se pueden encontrar bolsas de azafrán junto a cajones con esmeraldas.
La instancia electoral fue más tranquila de lo que los pronósticos auguraban, habida cuenta de lo complicada que está la región. Próxima a Irán, con quien tanto se avanza como se retrocede porque la desconfianza es mutua; frontera con una Siria que revienta por los cuatro costados; cercada por las noticias de levantamientos juveniles (y ya no tanto) muy cercanos, puede decirse que era lógico que algunos auguraran dificultades en los días previos y durante la elección. Nada de eso ocurrió. Es más, hasta casi puede decirse que en el fondo quedaron todos contentos empezando por su premier, Recep Erdogan, que ha logrado un tercer triunfo consecutivo e indiscutible, no empañado ni siquiera por acusaciones de fraude. Al estilo de lo que lograron Margaret Thatcher en el Reino Unido o Helmut Köhl en Alemania, tres victorias en sendas elecciones (¿cómo era eso de que la re-re-reelección es propio de “dictadores”?).
Así es como Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) se alzaron con 326 diputados en el parlamento. No alcanzó los ansiados 330 para llamar a plebiscito por una reforma Constitucional, ni los 367 para modificar por sí solos la Constitución; pero su mayoría es abrumadora y puede sentir orgullosamente que su apuesta a abrir espacios de libertad y bienestar a casi 80 millones de turcos viene dando sus frutos.
Los Republicanos del Pueblo (CHP) no se quejan de su 26%, siete puntos por arriba de la última elección para la centroizquierda laica. El Movimiento Nacionalista que le escapaba al descenso (menos del 10%) arañó el 13%, con lo que se fue a dormir en paz. Y los kurdos del Partido de la Paz y la Democracia también “quedaron adentro” con el 11%, sumando quince diputados más.
Es cierto, Recep Erdogan quería un modelo presidencialista en vez del parlamentario actual, pero ahora deberá negociar el cambio en la Constitución que ello requiere. Ya lo anticipó aceptando democráticamente la necesidad de diálogo. Sabe también que sus pretensiones de ser miembro de la Unión Europea siguen bloqueadas por el veto de Chipre (¿!), pero ya no tiene tanto apuro a la vista de cómo está revolcándose el Viejo Mundo en el fango que dejó la crisis financiera. Y no se olvida -ni le permiten olvidarse- de los casi 40.000 kurdos muertos en los últimos treinta años. Pero tiene para mostrar en la mochila una renta per cápita que se triplicó (de 3.000 a 10.000 dólares), la reducción de la deuda pública del 75 al 40% del PBI y títulos de su deuda bien categorizados. Esa Turquía pobre y analfabeta, supuestamente llena de ignorantes campesinos anatolios deseosos de asaltar la fortaleza del bienestar que representa Europa, ya no está allí.
Todos ganaron. Erdogan más que nadie; y la estabilidad sobre todo, en una zona en la que esto ya casi es un milagro. Quedan preguntas, claro, porque las diferencias son estructurales (lo que no implica no poder convivir con ellas): ¿qué vendrá?, ¿una pelea abierta entre el pasado secular y el hipotético futuro islamista?, ¿una puja entre una Turquía abierta y otra introvertida?, ¿un choque entre el gobierno democrático civil y la persistente tutela militar?, ¿una economía mundializada que se volverá proteccionista?
Habrá que esperar los primeros pasos, mientras Europa se debate entre aceptarla o no en su seno y cientos de millones de turcoparlantes esparcidos en Asia Central discuten la conveniencia de uno u otro modelo. Las aguas bajan turbias; la zona literalmente arde, sin perspectivas de lluvia que alivie la tensión. Los turcos se las vienen ingeniando para navegar en mar gruesa.
Islam España es el portal del islam en lengua española , un proyecto de futuro para la convivencia,la cooperación y el diálogo.
Lo que no quita que siga siendo un mosaico donde se entremezcla políticamente nacionalismo a ultranza, separatismo violento, militarismo secular, islamismo agazapado, modernidad con tradición, tecnología mezclada con alfombras manuales, burros y BMW en la misma carretera. Como dijo alguna vez el general De Gaulle, “no esperen que Francia funcione con un sistema de partido único: tiene demasiadas clases de quesos”. Turquía también; no de quesos, pero sí de historias, sectores, intereses, etnias, influencias y proyectos.
En momentos en que Europa ya no puede ser, ni aunque quiera, el modelo de otrora para aquellas regiones que la exceden en su geografía; mientras el Euro tambalea al sonido de Zorba y los ex socios del soviet devalúan para capear la tormenta; mientras Alemania toma medidas unilaterales ante la queja francesa, Italia se revuelca en las bacanales de su mandatario, España y Portugal pasan la gorra pidiendo auxilio y los irlandeses tienen hipotecado el futuro, Turquía aparece como el modelo a seguir por lo menos para los regímenes del Magreb árabe-africano-islámico.
Una nación que hizo posible el hecho de hacerse ver al mismo tiempo como musulmana, democrática y próspera, y que incluso logró tener una política exterior propia no sometida a los dictados de Occidente. Capaz de plantarse ante los EEUU y ofrecer una salida al programa nuclear iraní, pese a competir directamente con éstos en la influencia regional. Y donde, sin desconocer su pasado autoritario y violento, se presenta a sí misma como un país estable, independiente, sin pudor a la hora de señalar con el dedo el doble rasero con el que se maneja el mundo en temas como Israel, los Derechos Humanos, la proliferación nuclear o los europeos con la inmigración.
País raro esta Turquía, asiática por donde la mire pero con pretensiones europeas, que renegó de su escritura para adoptar la greco romana, que copió su Código Civil del modelo de Suiza, que redactó un Código de Comercio casi igual al alemán, que extrajo su Código Penal del Derecho italiano. Que pretendió que su sociedad, mayoritariamente islámica, se acomodara a esos parámetros jurídicos válidos para los suizos (calvinistas), los alemanes (luteranos) y los italianos (católicos).
Por siglos fue paradigma del lujo y los placeres, no lejos de cierta brutalidad.
Odaliscas y cimitarras fueron sus emblemas. Imperio tremebundo que aterró a la cristiandad (y a sus vecinos teóricamente hermanos en la fe), después de cinco largos siglos, las paradojas de la política la encontraron aliada de Inglaterra. Por esas vueltas de Allah se transformó en soporte invalorable para los intereses occidentales en el convulsionado Levante. Ahora, atravesando la historia reciente, sale de la elección fortalecida, más allá de internas que continúan y quizás continuarán toda la vida porque eso “es” en el fondo Turquía, representada objetivamente por el inmenso Bazar donde se pueden encontrar bolsas de azafrán junto a cajones con esmeraldas.
La instancia electoral fue más tranquila de lo que los pronósticos auguraban, habida cuenta de lo complicada que está la región. Próxima a Irán, con quien tanto se avanza como se retrocede porque la desconfianza es mutua; frontera con una Siria que revienta por los cuatro costados; cercada por las noticias de levantamientos juveniles (y ya no tanto) muy cercanos, puede decirse que era lógico que algunos auguraran dificultades en los días previos y durante la elección. Nada de eso ocurrió. Es más, hasta casi puede decirse que en el fondo quedaron todos contentos empezando por su premier, Recep Erdogan, que ha logrado un tercer triunfo consecutivo e indiscutible, no empañado ni siquiera por acusaciones de fraude. Al estilo de lo que lograron Margaret Thatcher en el Reino Unido o Helmut Köhl en Alemania, tres victorias en sendas elecciones (¿cómo era eso de que la re-re-reelección es propio de “dictadores”?).
Así es como Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) se alzaron con 326 diputados en el parlamento. No alcanzó los ansiados 330 para llamar a plebiscito por una reforma Constitucional, ni los 367 para modificar por sí solos la Constitución; pero su mayoría es abrumadora y puede sentir orgullosamente que su apuesta a abrir espacios de libertad y bienestar a casi 80 millones de turcos viene dando sus frutos.
Los Republicanos del Pueblo (CHP) no se quejan de su 26%, siete puntos por arriba de la última elección para la centroizquierda laica. El Movimiento Nacionalista que le escapaba al descenso (menos del 10%) arañó el 13%, con lo que se fue a dormir en paz. Y los kurdos del Partido de la Paz y la Democracia también “quedaron adentro” con el 11%, sumando quince diputados más.
Es cierto, Recep Erdogan quería un modelo presidencialista en vez del parlamentario actual, pero ahora deberá negociar el cambio en la Constitución que ello requiere. Ya lo anticipó aceptando democráticamente la necesidad de diálogo. Sabe también que sus pretensiones de ser miembro de la Unión Europea siguen bloqueadas por el veto de Chipre (¿!), pero ya no tiene tanto apuro a la vista de cómo está revolcándose el Viejo Mundo en el fango que dejó la crisis financiera. Y no se olvida -ni le permiten olvidarse- de los casi 40.000 kurdos muertos en los últimos treinta años. Pero tiene para mostrar en la mochila una renta per cápita que se triplicó (de 3.000 a 10.000 dólares), la reducción de la deuda pública del 75 al 40% del PBI y títulos de su deuda bien categorizados. Esa Turquía pobre y analfabeta, supuestamente llena de ignorantes campesinos anatolios deseosos de asaltar la fortaleza del bienestar que representa Europa, ya no está allí.
Todos ganaron. Erdogan más que nadie; y la estabilidad sobre todo, en una zona en la que esto ya casi es un milagro. Quedan preguntas, claro, porque las diferencias son estructurales (lo que no implica no poder convivir con ellas): ¿qué vendrá?, ¿una pelea abierta entre el pasado secular y el hipotético futuro islamista?, ¿una puja entre una Turquía abierta y otra introvertida?, ¿un choque entre el gobierno democrático civil y la persistente tutela militar?, ¿una economía mundializada que se volverá proteccionista?
Habrá que esperar los primeros pasos, mientras Europa se debate entre aceptarla o no en su seno y cientos de millones de turcoparlantes esparcidos en Asia Central discuten la conveniencia de uno u otro modelo. Las aguas bajan turbias; la zona literalmente arde, sin perspectivas de lluvia que alivie la tensión. Los turcos se las vienen ingeniando para navegar en mar gruesa.
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