domingo, 12 de julio de 2009

Uigures de Xinjiang, chinos de segunda

XINJIANG (CHINA,11-07-2009,ABC.es,PABLO M. DÍEZ.

Independentismo, religión, represión, desigualdades y colonización se mezclan en el cóctel molotov de odio interétnico que ha estallado esta semana en Urumqi

En la carretera que sale de Yarkand hacia Hotan, una de las míticas paradas de la Ruta de la Seda en la región china de Xinjiang, miles de hombres tocados con el típico gorrito blanco musulmán se afanan en los arcenes arrancando árboles y desbrozando el terreno. Bajo un intenso sol cenital y en medio de la espesa nube de polvo que levanta tanto movimiento en la árida tierra, cortan los troncos con sus hachas, cavan zanjas al unísono con sus rudimentarias palas y retiran los matorrales en carros tirados por burros. Parecen kilómetros y kilómetros de obras públicas para la ampliación de la calzada, pero la realidad es bien distinta porque no hay capataces, ni ingenieros, ni máquinas apisonadoras, ni camiones rociando alquitrán sobre el pavimento.

En realidad, se trata de una nueva especie de esclavismo: unos trabajos forzados que el régimen chino obliga a realizar a los campesinos de los alrededores. “No cobramos nada por esto pero, si nos negamos, el Gobierno nos quitará nuestras tierras”, se queja a D7 Abdurramej, quien ha tenido que dejar sus cultivos durante un mes para participar en unas obras que ni siquiera sabe muy bien para qué van a servir. “A unos nos han dicho que van a reformar la carretera y a otros que van a cortar los árboles”, se encoge de hombros mientras, con la frente empapada en sudor, vuelve a hundir su pico en la tierra.

Así es la vida de los uigures en Xinjiang, la remota región enclavada a unos 4.000 kilómetros de Pekín y que, junto al Tíbet, es una de las zonas más sensibles y conflictivas de China. Buena prueba de ello son los graves disturbios interétnicos que han sumido esta semana en el caos a su capital, Urumqi, donde se han contabilizado, al menos oficialmente, 184 muertos y más de un millar de heridos.
Fronteriza con Mongolia, Rusia, Afganistán, Pakistán, India y varias repúblicas ex soviéticas de Asia Central, la población autóctona de Xinjiang son los uigures, una etnia que profesa el Islam, habla una lengua emparentada con el turco y aspira a la independencia para formar el Turkestán Oriental.

A lo largo de la Historia, esta vasta región, que ocupa tres veces la superficie de España, ha permanecido bajo el control de los distintos imperios del Reino del Centro cada vez que sus dinastías eran lo suficientemente poderosas para imponer su autoridad. Tras dos intentos fallidos de independencia en los años 30 y 40, las tropas comunistas de Mao Zedong tomaron finalmente Xinjiang en 1949.

Desde la constitución de la Región Autónoma Uigur en 1955 y la construcción del ferrocarril, los chinos de la etnia “han” (pronúnciese “jan”) han colonizado Xinjiang para explotar sus ricos yacimientos de petróleo y minerales. De sus 20 millones de habitantes, ocho son uigures, otros siete u ocho millones pertenecen a la etnia han, la mayoritaria en China, y el resto se lo reparten kazajos, “hui” musulmanes, kirguizes, mongoles y otras minorías.

Ocupando los trabajos mejor remunerados y ostentando el poder político y económico, los “han” residen separados de las otras comunidades en distritos comerciales y financieros donde abundan los característicos edificios chinos de ladrillo blanco, las amplias avenidas, los restaurantes y los karaokes con neones de colores. Frente al carácter emprendedor y moderno de los “han”, la mayoría de los uigures son parados que viven hacinados en lo poco que queda de los cascos históricos o paupérrimos campesinos que habitan cabañas de adobe como hace siglos.

Como ocurre en Basux, una aldea a orillas del espectacular lago Karakul habitada por kazajos, la Policía comprueba el censo cada por tres para asegurarse de que nadie se ha marchado. “Los uigures no son iguales que los “han” porque hay muchas diferencias económicas y sociales. Además, tenemos miedo porque la Policía es muy dura y nos puede llamar en cualquier momento”, se queja entre dientes Abdul, un conductor musulmán que antes llevaba camiones a Pakistán por la carretera del Karakoram pero luego se quedó sin pasaporte cuando perdió su trabajo.

Para frenar su separatismo, el Gobierno chino intenta impedir que los uigures salgan al extranjero, por lo que deben pagar entre 10.000 y 20.000 yuanes (entre 1.056 y 2112 euros), esperar un año y tener muy buenos “guangxi” (contactos) para conseguir un pasaporte.

El año pasado, coincidiendo con los Juegos Olímpicos, una cadena de atentados terroristas causó en Xinjiang una treintena de muertos, entre ellos 16 policías en Kashgar. En la entrada a Kuqa, escenario de uno de estos ataques, un cartel da la bienvenida mostrando una foto del presidente chino, Hu Jintao, para promocionar la empresa de alquitrán KSBC, que, según reza, “ha florecido con el amanecer del Partido Comunista”.

Al amparo de los cercanos campos de petróleo, han proliferado las petroquímicas y compañías que trabajan con derivados del crudo, atrayendo a numerosos emigrantes “han”. Pero no todos están contentos con este desarrollo. “Las fábricas de los chinos han traído más contaminación a Kuqa y se están construyendo bloques de pisos sobre los campos de arroz”, protesta Abu Lati, quien también reconoce que el Gobierno entregó en julio del año pasado 4.928 yuanes (500 euros) a las familias uigures para compensarlos por la subida de los precios.

Esta tutela del régimen llega incluso a la alcoba. “Cásate tarde, ten hijos tarde para que seas próspero”, recomienda otra pancarta propagandística donde aparecen unas mujeres uigures portando unos carteles sobre el pecho. La escena se parece a las antiguas fotos en blanco y negro de las víctimas de la Revolución Cultural, pero en realidad han sido premiadas con dinero por tener sólo un hijo, dentro de una política de planificación familiar diseñada por el Gobierno para reducir la población autóctona y seguir fomentando la colonización “han”.

“Más eficacia y más desarrollo”, se lee en otro cartel que muestra una central nuclear, una jungla de rascacielos y a un soldado para simbolizar el progreso de los últimos 30 años. Contradiciendo la proclama, los uigures pasan por debajo en carros tirados por burros y comen en tenderetes callejeros en el zoco, donde se venden desde cabras, gallinas y ovejas hasta afrodisíacos traídos de Alemania y Rusia, cuyos envases con fotos de chicas desnudas hacen la delicia de los boquiabiertos parroquianos.

En las carreteras, plagadas de controles de la Policía, vistosos caracteres en mandarín escritos en blanco sobre fondo rojo recuerdan que “todas las nacionalidades de China son iguales” y que “la seguridad es una misión de todos en la lucha contra el terrorismo”.

“No tenemos el apoyo de Estados Unidos ni de Europa porque se tiende a identificar musulmán con terrorismo islamista, pero en los últimos 40 años se han violado los derechos de los uigures”, se lamenta desde el exilio en Bishkek, la capital del vecino Kirguistán, el presidente de la Asociación Ittipak, Dilmurat Abdulhamitovich Akbarov.

Además de la opresión política y la utilización de la lucha internacional contra Al Qaida para aumentar la represión, los uigures critican el control del régimen de Pekín sobre la religión. No en vano, los imanes son elegidos por el Gobierno y sus discursos rigurosamente supervisados. En la mezquita de Id Kah, en Kashgar, uno de los vigilantes luce la hoz y el martillo en la hebilla del cinturón, pero los uigures deben renunciar a su fe si quieren trabajar para la Administración o hacer carrera en el Partido Comunista.

En la plaza del Pueblo, dos mujeres musulmanas con el rostro totalmente cubierto pasan por debajo de la estatua de Mao, mientras que los niños uigures cantan el himno nacional al izarse por la mañana la bandera roja de cinco estrellas amarillas en la Escuela Número 8 de Kashgar. “Las clases son en mandarín, y no en uigur, para borrar nuestra identidad cultural”, critica un profesor, que prefiere ocultar su identidad para evitar represalias. En las aulas, los retratos de Mao, Marx y Lenin contribuyen al adoctrinamiento desde la infancia.

De igual modo, la Ciudad Vieja de Kashgar, un bellísimo barrio árabe compuesto por casas de adobe y estrechos callejones, está siendo derribado por las máquinas excavadoras para dar paso a la nueva China de los rascacielos y los centros comerciales que ha traído el crecimiento económico.

En su intento por homogeneizar el país, el autoritario régimen de Pekín ha convertido la Ciudad Vieja en una especie de parque de atracciones en el que hay que pagar para poder entrar. Además, la visita se realiza acompañado por una especie de guía-espía que, más que mostrar el lugar, se dedica a impedir que los turistas hablen con sus vecinos. Tal y como indican las chapas rojas y azules colocadas en sus puertas para etiquetar a la población, la mayoría son familias modélicas que cumplen las “cinco virtudes” o pobres de solemnidad.

Como si fuera un zoológico humano, el guía no sólo enseña los talleres de los artesanos tradicionales, sino también una casa que el Gobierno ha habilitado para que las viudas uigures más pobres puedan subsistir tras la muerte de sus maridos. Al terminar el recorrido y el bombardeo de fotos al que son sometidas por los turistas, las viudas pasan el platillo para recibir un donativo.

Dentro de su intento por convertir la tradición uigur en un mero espectáculo folclórico, como ya ha hecho con las otras nacionalidades excepto la tibetana, el otrora caótico Gran Bazar de Urumqi ha sido transformado en una aséptica galería comercial. Junto a los rascacielos que han proliferado en esta ciudad de dos millones de habitantes, es el perfecto ejemplo de la colonización china, ya que este moderno edificio de ladrillo rojo se halla presidido por un falso minarete de estilo afgano como el de Turpan. Para protegerlo de la ira uigur, los soldados han formado estos días una barrera a su alrededor, ya que, antes de la revuelta, los restaurantes de su interior ofrecían actuaciones folclóricas donde los turistas chinos se atiborraban en el buffet.

A unos metros de allí, en las calles alrededor de la mezquita, los uigures viven en cuchitriles en medio de abigarrados callejones plagados de puestos ambulantes de pinchitos de cordero y “nan” (pan), desiertos esta semana por miedo a un nuevo estallido de violencia.

Mientras tanto, el régimen sigue extrayendo el petróleo de las ricas reservas de Xinjiang para alimentar su crecimiento. En la carretera de 500 kilómetros que atraviesa el desierto de Taklamakan, hay más de 120 casetas donde viven durante ocho meses dos personas, siempre de la etnia “han”. Por 800 yuanes (80 euros) mensuales, su trabajo consiste en regar los matorrales de los arcenes para que las dunas móviles no cubran la carretera y los camiones cisterna puedan seguir transportando el crudo hasta la ciudad-refinería de Korla.

Independentismo, religión, represión, desigualdades sociales y colonización se mezclan en el cóctel molotov de odio interétnico que, como ha ocurrido esta semana en Urumqi, estalla cada cierto tiempo en el polvorín de Xinjiang.

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