No se puede sucumbir a la tentación de hacer de los musulmanes el chivo expiatorio de la crisis política y moral que vive Europa. Ni reducirlo todo a una permanente confrontación que es la base de la islamofobia
El racismo y la xenofobia, impensables como lugar común hace una década, van camino de naturalizarse en Europa. Y los 21 millones de musulmanes de la Unión Europea, tanto de forma individual como colectiva, son la víctima propiciatoria más a mano. El auge de la islamofobia denota, por sí solo, que los fundamentos europeos de libertad, igualdad y solidaridad siempre fueron más bien retóricos, o lo que es lo mismo, que la crisis europea es, ante todo, una crisis de principios.
Las legislaciones inclusivas que en su día caracterizaron a la UE están siendo cuestionadas de forma alarmante por una serie de iniciativas políticas y legales que segregan a los musulmanes del resto del cuerpo social, y que a la postre acaban por discriminar al islam en tanto confesión. A su vez, la xenofobia rampante consuela a una parte creciente de la población, que escupe en términos identitarios su hastío hacia una Unión que según aumenta el número de ciudadanos en riesgo de exclusión (ya es una de cada cuatro) cercena el sueño de progreso social en que se asentaba su legitimidad simbólica. El resultado es que para demasiados europeos Europa cada vez es menos blanca, menos cristiana y menos de clase media, y hay que buscar un culpable.
Mucho ha evolucionado la relación de Europa con el islam desde que hace justo un siglo Lawrence de Arabia pronunció su fatalista ¡Maktub! (“¡Estaba escrito!”) con que justificó la traición británica a la promesa de un reino árabe independiente en Oriente Próximo. Si en la época colonial el islam sirvió como excusa para hacer del musulmán un sujeto subalterno, necesitado de la luz europea, hoy el islam forma parte de Europa, y los musulmanes europeos son ciudadanos tan dueños de su historia como los demás. Se trata de un cambio radical, si bien se está resolviendo de forma traumática para los musulmanes.
La sobredimensión de la identidad religiosa del musulmán europeo por parte de la opinión general le fuerza de continuo a tener que definirse a la defensiva. Sobre él se arroja la sombra del yihadismo, del burka o de la inmigración, últimas amenazas a una pax europaea que a estas alturas se sabe a sí misma inexistente. Hasta los chavales de secundaria se ven inducidos, ante las preguntas inquisitoriales de compañeros y profesores, a pensarse como peligrosos musulmanes. ¡Y pobre de aquel que haga valer su derecho a inhibirse! ¡Imposible: el musulmán es siempre musulmán!
Ni el flamante alcalde de Londres, Sadiq Khan, musulmán, escapa al escrutinio
Causa de esta sospecha generalizada que pesa sobre los musulmanes son, en buena medida, las políticas de los poderes públicos encaminadas a su fiscalización permanente. Los que más directamente las sufren son los jóvenes, que se ven sometidos a ellas a cambio de una ciudadanía europea que se les regatea. En Francia, el más reciente proyecto del Gobierno francés en su “guerra contra el terrorismo, el yihadismo y el islamismo radical” consiste en internar en centros de rehabilitación creados ex profeso a los jóvenes “radicales”, categoría escurridiza donde las haya. En España, la mera sospecha de “haber entrado en un proceso de radicalización” está en vías de convertirse en delito tipificado: a finales del año pasado, el Ministerio del Interior puso en marcha un servicio de denuncias anónimas para identificar a presuntos radicales. Ni el flamante alcalde de Londres, Sadiq Khan, musulmán entre otros atributos, escapa al escrutinio: durante la dura campaña electoral, su rival, el conservador Zac Goldsmith, recurrió al perfil confesional de Khan para cuestionar su patriotismo, mientras que a nadie se le ocurrió que Goldsmith pudiera ser antipatriota por su fe (que en este caso es judía). Khan, por el contrario, hizo entonces, y tras su triunfo, multitud de declaraciones conciliadoras recogidas por todos los medios.
Europa y sus musulmanes van en el mismo barco. Los musulmanes se juegan mucho, pero Europa también. El proyecto europeo, fundado en criterios igualitarios, también depende de su actitud con los musulmanes. El discurso xenófobo de los partidos neonacionalistas en auge, que hacen de la islamofobia caladero de sus votos, cuestiona a diario los más sagrados principios europeos. Su islamofobia no tiene complejos, es explícita y ufana. El peor exponente es el holandés Geert Wilders, líder del Partido por la Libertad, que compara el Corán con Mein Kampf de Adolf Hitler y pide que se prohíba. Pero de forma indirecta y más peligrosa si cabe, hay otro tipo de islamofobia que hace que se tambaleen los cimientos de la Europa integrada. Es una islamofobia de tono sutil, de argumentos ilustrados y nunca proclamada, aunque en ocasiones se descuide y desvele sin tapujos su carácter discriminador. Es en la que incurre con frecuencia el primer ministro francés, Manuel Valls, con sus distingos entre el “islamofascismo” de algunos grupos (que según el momento pueden ser los Hermanos Musulmanes o el ISIS) y la bonhomía del islam invisible. ¿Sería posible imaginar que se hablara de “cristianofascismo” o “judeofascismo” o “budeofascismo”? Ejemplos de violencia religiosa de todo signo no faltan en la historia reciente... Tampoco, si nos ponemos, del papel de la religión en la vertebración de una ética del compromiso y la dignidad humana.
Lo que los musulmanes esperan de Europa es, en esencia, pan, libertad y justicia socia
Reducirlo todo a una permanente confrontación de los musulmanes europeos con el resto de la ciudadanía es el núcleo de la estrategia islamófoba. Hacer de los musulmanes un grupo aparte, a la defensiva y con oscuras aspiraciones político-civilizacionales, es un error interesado. Lo que los musulmanes esperan de Europa es, en esencia, pan, libertad y justicia social. Nada distinto de las demandas del europeo medio, harto de la supremacía de los mercados y de que se le escamotee su soberanía. El Brexit ha congelado la sonrisa de las élites. La tentación de los líderes de la UE es meter las pelusas debajo de la alfombra. Pero el descontento de los pescadores, los obreros o los tenderos ingleses es tan legítimo que está por ver si no asistimos a una reacción en cadena al otro lado del canal de la Mancha. En Holanda, ya se jalea el Nexit. En España, por lo pronto, las recientes elecciones legislativas nos han devuelto la imagen de un país más nacionalista y menos autocrítico de lo que imaginábamos. Pretender solucionarlo con fáciles acusaciones de populismo tardoimperial en el caso británico, o de manipulación geriátrica en el caso español, no conduce a nada. Como tampoco la tentación, siempre a mano, de hacer de los musulmanes el chivo expiatorio de la crisis política y moral que vive Europa. El problema es ese: falta Europa.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
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