El rechazo de parte de la población por la llegada de inmigrantes ilegales a sus países se extiende.Foto: AFP
Aunque el argumento para deportarlos es que son un peligro, son parte fundamental de muchos países.
Baruch Spinoza, el filósofo holandés del siglo XVII, Benjamin Disraeli, el primer ministro británico del siglo XIX, y Nicolas Sarkozy, el presidente francés del siglo XXI, tienen algo en común: todos fueron hijos de inmigrantes. La gente migró a otros países durante miles de años -para escapar, prosperar, ser libres o, simplemente, para volver a empezar-. Muchos de ellos enriquecieron sus tierras adoptivas logrando grandes cosas o procreando hijos que así lo hicieron.
Las nuevas olas de inmigrantes rara vez son populares, si es que alguna vez lo son. Pero muchas veces son necesarias. Muchas personas migraron a los países de Europa occidental desde el norte de África y Turquía durante el último medio siglo, no por la generosidad occidental, sino porque se las requería para esos empleos que los nativos ya no querían hacer. Sin embargo, se las trató como trabajadores temporales, no como inmigrantes.
Una vez que el trabajo estuviera hecho, se suponía que los migrantes volverían a casa. Cuando quedó claro que la mayoría había elegido quedarse, y que a ellos se sumaban sus familias, a muchos se les permitió, a regañadientes, convertirse en ciudadanos de estados europeos, sin necesariamente ser tratados como tales.
Los xenófobos, así como los ideólogos multiculturales de izquierda, consideraron a estos nuevos europeos completamente diferentes de los nativos, aunque por diferentes razones. Para los multiculturalistas, los intentos de integrar a los no occidentales a la corriente occidental era como una forma de racismo neocolonialista, mientras que a los xenófobos no les gustaba nada que pareciera, hablara u oliera a extranjero.
Los que vivimos en sociedades que envejecen rápido, como Europa occidental o Japón, todavía necesitamos inmigrantes. Sin ellos, las instituciones como los hospitales, estarían desprovistas de personal y cada vez más gente mayor tendría que ser sustentada por menos y menos jóvenes.
Un problema ahora permanente
Y sin embargo, muchos políticos, especialmente en Europa, hoy consideran que la inmigración es un desastre. Los nuevos partidos populistas reúnen grandes cantidades de votos con sólo asustar a la gente sobre los supuestos horrores del Islam, o el choque de civilizaciones. Para los populistas, en cambio, los verdaderos enemigos -quizás incluso más infames que los propios inmigrantes- son las 'elites cosmopolitas' que toleran y hasta alientan estos horrores. Los políticos convencionales le tienen tanto miedo a esta demagogia populista que muchas veces terminan imitándola.
Los alarmistas histéricos suelen exagerar el fracaso de la integración de los inmigrantes no occidentales en países como Francia, Alemania u Holanda; Europa, después de todo, no está a punto de ser 'islamizada'. Pero el hecho de que algunos jóvenes de ascendencia africana, del sur de Asia o de Oriente Medio, se sientan tan enajenados en los países europeos donde nacieron que quieran asesinar a sus compatriotas en nombre de una ideología religiosa revolucionaria significa que algo está mal. Los hijos de inmigrantes en el pasado, por poco bienvenidos que los hubieran hecho sentir, rara vez querían hacer volar los lugares adonde sus padres habían elegido vivir.
En muchos países musulmanes, parte de la culpa la tiene la política. El extremismo islamista es un credo revolucionario práctico al que se aferran muchos jóvenes vulnerables para ganar una sensación de poder y pertenencia. Los hindúes, cristianos o budistas carecen de una causa semejante, razón por la cual el terrorismo político está en gran medida confinado a los musulmanes. Pero, como demuestran los disturbios ocasionales en las zonas de inmigrantes francesas, la violencia no está confinada a los musulmanes. Las políticas nacionales tienen algo que ver con todo esto, pero también las políticas inmigratorias sumamente equivocadas en todos los países de la Unión Europea.
Las nuevas categorías de inmigrantes
Más allá de los ciudadanos de la UE, a quienes en teoría se les permite buscar trabajo en cualquier parte de la Unión (los gitanos rumanos en Francia podrían decir lo contrario), existen otras tres categorías de personas a las que se les permitió asentarse en Europa: los ex súbditos coloniales, como los argelinos en Francia, los indios y los paquistaníes en Gran Bretaña o los surinameses en Holanda; los 'trabajadores invitados' que llegaron en los años 1960 y 1970; y los refugiados políticos, los llamados buscadores de asilo político. A diferencia de Canadá o Estados Unidos, a los inmigrantes económicos no se les permite devenir ciudadanos a cambio de su mano de obra necesaria.
Los inmigrantes -no los 'trabajadores invitados'- que vienen a trabajar, tienen más probabilidades de querer integrarse de alguna manera, y de ser tratados como conciudadanos, que la gente que viene con el bagaje del imperio, o como refugiados, o peor aún, las personas que pretenden ser refugiados porque no tienen otra manera de ganar acceso a los mercados laborales de los países ricos. Pero los estados benefactores europeos están mejor equipados para tratar a las personas que buscan asilo político y a otros recién llegados como dependientes necesarios que como gente que necesita un empleo.
Cuando los políticos europeos dicen que Francia, Gran Bretaña u Holanda no son 'países de inmigrantes' tradicionales como Estados Unidos, tienen razón sólo hasta un punto, como lo demuestran los ejemplos de Spinoza, Disraeli y Sarkozy. Lo que es cierto es que grandes cantidades de inmigrantes de facto se acumularon en muchos países en muy poco tiempo, de una manera desordenada que hace parecer como si ningún gobierno alguna vez hubiera ejercido el control.
Los hijos de los trabajadores 'invitados' se sienten no deseados. Los refugiados languidecen sin contención en redes benefactoras, o son sospechados de timo. Y los ex súbditos de las colonias, aunque en muchos casos están notablemente bien integrados, aún sienten las cicatrices de historias imperiales problemáticas.
Japón, e inclusive Estados Unidos, no son inmunes a estos problemas tampoco. El gobierno japonés simplemente se deshizo de sus trabajadores 'invitados' iraníes cuando se agotaron los empleos. Pero no será fácil lidiar con los cientos de miles de chinos que viven en Japón sin derechos de ciudadanía. Lo mismo es válido para los mexicanos que trabajan en Estados Unidos, muchas veces de manera ilegal.
Millones de personas en todo el mundo permanecen en el limbo -muchas veces se las necesita, o se las compadece, pero nunca se las quiere-. No existe una manera rápida o fácil para terminar con este problema, especialmente cuando cunden tiempos económicos difíciles. Pero Europa -y Japón, si vamos al caso- deberían empezar por legitimar la inmigración económica. Esto significa determinar qué empleos es necesario ocupar y darle la bienvenida a quienes vayan a ocuparlos, no como invitados, sino como ciudadanos iguales.
* Ian Buruma es profesor de Democracia y Derechos Humanos en el Bard College. Su último libro es 'Taming the Gods: Religion and Democracy on Three Continents'.
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