AUTOR: JOÃO MARQUES TRADUCCIÓN: ANGEL RICARDO MARTÍNEZ
Hace 4 h 16 min El niño, rubio y de ojos azules, aparece repentinamente a mis pies. Por su altura debe tener unos diez años, y camina con una viva mirada de asombro. ‘¡Zdravo!’, o ‘Hola’ en serbio, es lo único que logro entender de lo que me dice. El niño vive aquí, en el campo de refugiados de Kravica, con su familia y otras 22 más.
Éste pequeño pueblo en el este de Bosnia es, aún hoy, una extraña muesca de una guerra que terminó hace 16 años. A menos de cinco kilómetros se encuentra el enorme cementerio de Srebrenica, una de las grandes cicatrices de esta guerra fratricida y el clímax del último genocidio europeo del siglo XX.
Todos aquí recuerdan lo que ocurrió en la región de Srebrenica entre el 12 y el 17 de julio de 1995, cuando más de 8,000 musulmanes fueron ejecutados y enterrados en fosas comunes. Una tragedia de otro siglo, pero cuyas consecuencias aún son visibles a día de hoy.
En 2010, durante el decimoquinto aniversario de la masacre, más de 750 cuerpos—exhumados de fosas comunes escondidas—se unieron a los miles que ya están enterrados en el cementerio de Srebrenica,. A la ceremonia acudieron miles de personas, llorando hermanos, padres y maridos, muchos de los cuales aún permanecen desaparecidos y sin identificar.
DEJANDO PASAR EL TIEMPO
Para mi sorpresa, el niño a mi lado—en un campo de refugiados a menos de cinco minutos de Srebrenica—no es un bosnio musulmán, sino un serbio ortodoxo, al igual que todos los que viven por aquí. El niño es demasiado joven para haber vivido la guerra. Sin embargo, nació y ha vivido siempre aquí con su familia, en una pequeña barraca de menos de 25 metros cuadrados, en condiciones de salubridad avergonzantes.
Entre las tres docenas de barracas que componen el campo, un grupo de niños juega sin mayores preocupaciones. Están entre los últimos en sumarse a la lista de 90,000 personas con estatus de refugiados en Bosnia. Los más viejos pasan los días sentados en sus bancos de madera, dejando el tiempo pasar.
Y aquí, el tiempo pasa lento. En 2002, la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) comenzó el proceso de cerrar todos los campos de refugiados del país y cortar el apoyo estatal a los refugiados. Desde entonces, los campos sólo pueden ser utilizados para albergar a aquellos que aún esperan a que se reconstruyan sus casas. Sobre el papel, iba a ser una situación temporal.
Nueve años después, las familias aquí en Kravica y en muchos otros campos de refugiados por toda Bosnia aún esperan por sus casas, aunque ahora sin apoyo económico del estado. Según el gobierno de la República Srpska, la región autónoma serbia al norte de Bosnia, las dificultades financieras han ralentizado el proceso.
Hoy, en este campamento, donde una vez habitaron más de 100 familias, sólo quedan los que son demasiado viejos, demasiado jóvenes, o demasiado enfermos. Son los pocos que no tuvieron los medios para reconstruir sus vidas después de que la guerra destruyera todo a su alrededor.
Una vieja se sienta, con la mirada perdida, en un banco afuera de su casa. Las arrugas en su rostro, y la dura y triste expresión en sus ojos resumen a la perfección la sensación que da el visitar Kravica: la de desesperación paciente. La vieja esboza una media sonrisa mientras le tomo una foto y me siento a su lado. Me dice, en una mezcla de serbio, alemán y gestos, que perdió a su hijo en la guerra y que ahora vive sola. Sabe que no puedo entender ni la mitad de lo que me dice, pero aún así me habla. Como todos aquí, parece estar pacientemente esperando el final.
VIVIENDO CON LA MUERTE
Es extrañamente curioso que este campamento, uno de los más pobres de Bosnia, se encuentre tan cerca del cementerio de Srebrenica. De hecho, Kravica fue el escenario, el 13 de julio de 1995, de la matanza de cientos de víctimas de la masacre de Srebrenica. La presencia de un campo de refugiados serbios aquí es una cruel prueba de la falta de propósito de las divisiones étnicas en este país. En la ironía de la guerra, todo lo que separó y radicalizó a los tres grupos bosnios—musulmanes, católicos y ortodoxos—desaparece al ser confrontado con la realidad del sufrimiento común.
Las cicatrices de la guerra son evidentes al caminar por los alrededores de Srebrenica. El cementerio es sólo una de muchas. Por supuesto, es más grande que cualquier otro, pero en cada esquina del camino, cementerios más pequeños—croatas, serbios y bosniacos—aparecen silenciosos y sin flores ni ornamentos. En ésta zona parece haber más tumbas que gente.
Volviendo a Srebrenica desde Kravica, consigo un aventón en uno de los pocos coches cruzando por estos caminos montañosos. Milo, el conductor, es bosniaco, y accede a dejarme en el centro del pueblo. Al pasar por los altos muros del cementerio de Srebrenica, Milo reduce la velocidad y me dice que su padre y su tío fueron asesinados durante la masacre y están allí. Él tenía 14 años entonces, y fue sólo cuestión de suerte que no acabara allí también. Me pide que le haga compañía mientras reza al lado de las tumbas de sus familiares, dos pilares blancos con inscripciones en árabe.
La masacre de Srebrenica es aún uno de los recuerdos más difíciles para las comunidades que aquí viven, y la historia de Milo es sólo una entre miles. Y si en Srebrenica los bosniacos musulmanes fueron las víctimas, en otras regiones serbios ortodoxos o croatas católicos comparten las mismas historias de viudas, huérfanos y corazones rotos. Nunca pude averiguar el nombre de ese niño, el primer refugiado con el que tuve contacto aquí en Srebrenica. Para mí, ese niño representa el limbo en el que aún se encuentra Bosnia. Un limbo en el que el pasado aún nubla el futuro de las nuevas generaciones. Mientras los países de la antigua Yugoslavia sanan sus heridas, Bosnia parece tener aún demasiadas, y deberá sanarlas antes de poder ofrecerle a su gente un futuro mejor.
Islam España es el portal del islam en lengua española , un proyecto de futuro para la convivencia,la cooperación y el diálogo.
Éste pequeño pueblo en el este de Bosnia es, aún hoy, una extraña muesca de una guerra que terminó hace 16 años. A menos de cinco kilómetros se encuentra el enorme cementerio de Srebrenica, una de las grandes cicatrices de esta guerra fratricida y el clímax del último genocidio europeo del siglo XX.
Todos aquí recuerdan lo que ocurrió en la región de Srebrenica entre el 12 y el 17 de julio de 1995, cuando más de 8,000 musulmanes fueron ejecutados y enterrados en fosas comunes. Una tragedia de otro siglo, pero cuyas consecuencias aún son visibles a día de hoy.
En 2010, durante el decimoquinto aniversario de la masacre, más de 750 cuerpos—exhumados de fosas comunes escondidas—se unieron a los miles que ya están enterrados en el cementerio de Srebrenica,. A la ceremonia acudieron miles de personas, llorando hermanos, padres y maridos, muchos de los cuales aún permanecen desaparecidos y sin identificar.
DEJANDO PASAR EL TIEMPO
Para mi sorpresa, el niño a mi lado—en un campo de refugiados a menos de cinco minutos de Srebrenica—no es un bosnio musulmán, sino un serbio ortodoxo, al igual que todos los que viven por aquí. El niño es demasiado joven para haber vivido la guerra. Sin embargo, nació y ha vivido siempre aquí con su familia, en una pequeña barraca de menos de 25 metros cuadrados, en condiciones de salubridad avergonzantes.
Entre las tres docenas de barracas que componen el campo, un grupo de niños juega sin mayores preocupaciones. Están entre los últimos en sumarse a la lista de 90,000 personas con estatus de refugiados en Bosnia. Los más viejos pasan los días sentados en sus bancos de madera, dejando el tiempo pasar.
Y aquí, el tiempo pasa lento. En 2002, la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) comenzó el proceso de cerrar todos los campos de refugiados del país y cortar el apoyo estatal a los refugiados. Desde entonces, los campos sólo pueden ser utilizados para albergar a aquellos que aún esperan a que se reconstruyan sus casas. Sobre el papel, iba a ser una situación temporal.
Nueve años después, las familias aquí en Kravica y en muchos otros campos de refugiados por toda Bosnia aún esperan por sus casas, aunque ahora sin apoyo económico del estado. Según el gobierno de la República Srpska, la región autónoma serbia al norte de Bosnia, las dificultades financieras han ralentizado el proceso.
Hoy, en este campamento, donde una vez habitaron más de 100 familias, sólo quedan los que son demasiado viejos, demasiado jóvenes, o demasiado enfermos. Son los pocos que no tuvieron los medios para reconstruir sus vidas después de que la guerra destruyera todo a su alrededor.
Una vieja se sienta, con la mirada perdida, en un banco afuera de su casa. Las arrugas en su rostro, y la dura y triste expresión en sus ojos resumen a la perfección la sensación que da el visitar Kravica: la de desesperación paciente. La vieja esboza una media sonrisa mientras le tomo una foto y me siento a su lado. Me dice, en una mezcla de serbio, alemán y gestos, que perdió a su hijo en la guerra y que ahora vive sola. Sabe que no puedo entender ni la mitad de lo que me dice, pero aún así me habla. Como todos aquí, parece estar pacientemente esperando el final.
VIVIENDO CON LA MUERTE
Es extrañamente curioso que este campamento, uno de los más pobres de Bosnia, se encuentre tan cerca del cementerio de Srebrenica. De hecho, Kravica fue el escenario, el 13 de julio de 1995, de la matanza de cientos de víctimas de la masacre de Srebrenica. La presencia de un campo de refugiados serbios aquí es una cruel prueba de la falta de propósito de las divisiones étnicas en este país. En la ironía de la guerra, todo lo que separó y radicalizó a los tres grupos bosnios—musulmanes, católicos y ortodoxos—desaparece al ser confrontado con la realidad del sufrimiento común.
Las cicatrices de la guerra son evidentes al caminar por los alrededores de Srebrenica. El cementerio es sólo una de muchas. Por supuesto, es más grande que cualquier otro, pero en cada esquina del camino, cementerios más pequeños—croatas, serbios y bosniacos—aparecen silenciosos y sin flores ni ornamentos. En ésta zona parece haber más tumbas que gente.
Volviendo a Srebrenica desde Kravica, consigo un aventón en uno de los pocos coches cruzando por estos caminos montañosos. Milo, el conductor, es bosniaco, y accede a dejarme en el centro del pueblo. Al pasar por los altos muros del cementerio de Srebrenica, Milo reduce la velocidad y me dice que su padre y su tío fueron asesinados durante la masacre y están allí. Él tenía 14 años entonces, y fue sólo cuestión de suerte que no acabara allí también. Me pide que le haga compañía mientras reza al lado de las tumbas de sus familiares, dos pilares blancos con inscripciones en árabe.
La masacre de Srebrenica es aún uno de los recuerdos más difíciles para las comunidades que aquí viven, y la historia de Milo es sólo una entre miles. Y si en Srebrenica los bosniacos musulmanes fueron las víctimas, en otras regiones serbios ortodoxos o croatas católicos comparten las mismas historias de viudas, huérfanos y corazones rotos. Nunca pude averiguar el nombre de ese niño, el primer refugiado con el que tuve contacto aquí en Srebrenica. Para mí, ese niño representa el limbo en el que aún se encuentra Bosnia. Un limbo en el que el pasado aún nubla el futuro de las nuevas generaciones. Mientras los países de la antigua Yugoslavia sanan sus heridas, Bosnia parece tener aún demasiadas, y deberá sanarlas antes de poder ofrecerle a su gente un futuro mejor.
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