lunes, 25 de julio de 2011

En Buenaventura está la única mezquita de afrocolombianos del mundo

Buenaventura,25,07/2011,elpais.com.co,Lucy Lorena Libreros


Cuenta la historia que un marinero atracó en Buenaventura con el sueño de sembrar
allí la semilla del Islam. Hoy, medio siglo después, 300 familias porteñas recitan el Corán y celebran el Ramadán en la única mezquita de afrocolombianos.
Familias de Buenaventura pertenecen a la Mezquita La Ciudad del Profeta.
Actualmente 300 familias porteñas recitan el Corán y celebran el Ramadán en la única mezquita de afrocolombianos del mundo en el Valle.

“Quienes conocen el Corán sabrán que en sus páginas no se invita a matar. Por eso es injusto que nos llamen terroristas. El que mata a un hombre, dice Alá, mata a toda la humanidad”.Sheij Munir Valencia.



Elpais.com.co visitó la única iglesia chiíta de afrocolombianos del mundo en Buenaventura. Imágenes del ritual y las tradiciones que la caracterizan.

Y pensar que hoy, si el amor de una mulata no se hubiera atravesado en su camino, el hombre que está frente a mis ojos seguiría llamándose Óscar Valencia Potes y oficiaría la misa dominical en la parroquia de cualquier pueblo colombiano. Lo llamarían padre y no sheij, como ahora. Cargaría una Biblia y no un Corán, que ya es habitual. Y, al contestar su teléfono celular, tal vez diría aló, como todos los mortales, y no “As-Salam alaikum” que, puesto en labios suyos o míos, sería lo mismo que decir “la paz de Dios sea contigo”. Un Dios distinto, claro. El de él se llama Alá.

Es viernes. Un viernes de calor vaporoso y asfixiante como todos los que descienden de los cielos de Buenaventura. Porque esta historia, la del sheij Munir Valencia —como se llama Óscar desde hace 27 años— y la de su nutrida comunidad musulmana se ha contado en ese mismo puerto sobre el Pacífico donde los transeúntes se persignan al caminar, donde las madres buscan a un buen sacerdote para que celebre la boda de sus hijas y donde aún se amenaza con el fuego eterno desde el púlpito de las iglesias Cristo Redentor o San Pedro Apóstol.

Y este viernes, ya lo explicará Munir, es un día sagrado para él y sus feligreses. “Es como el domingo de los católicos”, dice este negro de sonrisa generosa, mientras a sus espaldas van ingresando los primeros musulmanes que llegan hasta esta mezquita —ubicada en una casa de la Avenida Simón Bolívar, la principal del Puerto— para celebrar la oración de la una de la tarde.

La escena, a esta misma hora, debe estarse repitiendo en Siria, en Arabia Saudita, en Irán. El llamado es para todos los que se dicen musulmanes en el mundo. El Corán, desde hace 1.400 años, consignó la invitación en una de sus páginas: “Creyentes, cuando llamen el viernes a la oración, corred a recordar a Dios y dejad el comercio...”.

Sólo que este lugar, este donde Munir está sentado esperando elevar sus oraciones, dista mucho de las mezquitas de arquitectura de postal del Medio Oriente. Su feudo religioso es una sala que cabe en la mirada, tapizada de tapetes al azar y estantes de libros de teología, en la que un computador hace sonar música sagrada y en la que tres ventiladores trabajan fatigados y a marcha forzada para espantar el sofoco y los rayos del sol que se cuelan como espadas amarillas por la única ventana del lugar.

Ha sido así desde el año 2000 cuando la casa fue acondicionada para convertirse en mezquita, en el Centro Cultural Islámico ‘La ciudad del Profeta’, que actualmente acoge a 300 familias de Buenaventura, casi todas formadas por los hijos, sobrinos y nietos de los primeros porteños que comenzaron a identificarse con las palabras del profeta Muhammad o Mahoma hace 55 años.

La semilla de lo que es esta mezquita hoy: la tercera en importancia en Colombia, detrás de las de Maicao y Bogotá —fundadas por árabes y sus descendientes— y la única integrada por afrodescendientes.

De esa historia hablará Munir después. La sala está llena ya. Veinticinco personas, descalzas y sentadas sobre los tapetes con una turba, especie de trozo redondo y pequeño que parece fabricada en arcilla. Mujeres al fondo, vestidas con su ‘hiyab’ (turbante) y su ‘chador’ (túnica). Hombres al frente. Unos y otros separados por un biombo de madera —porque así lo indica la tradición musulmana— pero unidos bajo las palabras sedantes de Munir que, Corán en mano, empieza a orar. Lo hace en árabe. “No es posible recitar el Corán en otro idioma”.

De la Biblia al Corán

Munir ha nacido dos veces. La primera fue en el cuerpo de un niño enfermo de tuberculosis, que pasó siete años de su infancia en una cama del Hospital Santa Helena de Buenaventura. La segunda fue cuando colgó los hábitos de sacerdote católico. El amor de una mujer y las certezas que encontró en las lecciones del Corán hicieron temblar su fe.

La primera, en todo caso, es una historia bella. Enfermo como estaba, desahuciado por los médicos que sólo auguraban para él 12 años de vida, doña Encarnación, su mamá, decidió pararse frente al Dios que después su hijo abandonaría, para ofrecerle una promesa desesperada: si su pequeño superaba la enfermedad, ella misma se encargaría de hacerlo un siervo de su Iglesia.

Milagro o no, el niño se salvó. Y creció, cómo no, convencido de que su camino conducía al seminario. Y así de claro se sentía hasta que apareció Munira, una joven musulmana, compañera de colegio, que lo acercó a su propia fe y le mostró que su dios era tan bondadoso como el suyo. “Fue un choque tremendo: ella me hablaba de su religión y solo podía decirle que, hasta ese momento, yo creía que Mahoma fue un filósofo que había escrito un libro de poemas llamado el Corán”.

Aquello fue hace ya 27 años. Hoy Munira es su esposa y la madre de los cuatro hijos que nacieron en Irán, país hasta donde llegó becado Munir para formarse durante diez años en recitación coránica y en sharia, la ley islámica, en la ciudad universitaria de Qom.

A su regreso a Colombia, se propuso recoger esos ánimos dispersos que el Islam había despertado en Buenaventura. Hoy, a sus 49 años, es el único sheij o sacerdote de la comunidad musulmana del Puerto, y el responsable de haber materializado el sueño de un marinero que, 55 años atrás, había atracado en las aguas del Pacífico con el sueño de formar allí una mezquita.

Cuenta la historia que ese lobo de mar se llamaba Esteban Mustafá Meléndez, un afroamericano de origen panameño, influenciado poderosamente por la Nación del Islam —ese movimiento radical que creció en los años 60 en varias ciudades de Estados Unidos— que luchaba por la autoestima y el orgullo negro. El mismo que convirtió a Casius Clay en Mohamed Alí. El que reivindicaba Malcom X en sus discursos incendiarios. El que inspiró a las Panteras Negras.

Y el que llenó a cientos de negros porteños de esperanzas en aquella época porque los caminos parecían agotados en el propósito de despojarse de la pobreza que entonces y ahora es un retrato permanente aquí, en este municipio que, irónicamente, los gobernantes llaman el principal puerto sobre el Pacífico.

Abdur-rahim Mutalib Anya, un musulmán porteño de 65 años, marinero en retiro de la Flota Mercante Gran Colombiana, fue uno de ellos. Es quizá uno de los hombres más veteranos que asisten a esta mezquita. El hombre conoció en persona a Mustafá. “Como buen marinero, él iba y venía constantemente y cada llegada suya a Buenaventura la aprovechaba para venderle a la gente la idea de que su verdadera religión debía ser el Islam, que era la misma de sus orígenes negros en África. Nosotros, una vez él partía, seguíamos reuniéndonos, buscando información, leyendo y fueron esas las primeras bases de lo que es nuestro movimiento musulmán”.

Abdur-rajim fue además uno de los doscientos porteños que hacia 1974 fundaron la que hoy es considerada la comunidad musulmana más antigua de este país. Un musulmán por adopción.

Un dios incomprendido

Ahora, es a Abdur-rajim a quien veo de rodillas, inclinando su cuerpo hacia atrás y adelante en el momento más intenso de esta ceremonia de viernes. Ya Munir hizo su prédica. Les explicó a todos, desde una suerte de púlpito, por qué Mahoma fue polígamo y por qué la fe que todos profesan cree a ciegas que Jesús vendrá un día con el imán para rezar con todos los musulmanes una oración especial.

Las mujeres, al fondo de la mezquita, también siguieron con atención esas palabras. La separación de sexos dentro de la mezquita puede parecer discriminación a los ojos de cualquier occidental. Pero para ellas tiene tanta justificación y verdad como que dos y dos son cuatro. Como que la tierra es redonda.

Fátima Batul, una de ellas, una negra con rostro de muñeca, de 19 años cumplidos y estudiante universitaria, no duda de que así debe ser. El profeta Alá, dice, consignó en su doctrina que “las mujeres estaban destinadas a cumplir otro papel dentro la sociedad. No estamos para ser sacerdotes ni para predicar. Nuestra misión es seguir los mandamientos del Corán y afianzarlos dentro de nuestras familias”.

Viéndola de lejos no parece fácil caminar por las calles como una musulmana en una sociedad con un arraigo cultural más cercano a lo pagano que a lo espiritual, como Buenaventura. No hay que recorrer más de dos cuadras para cruzarse con porteñas de shorts diminutos y escotes coquetos.

Fátima, en cambio, con ese calor soberbio de 28 grados que castiga a su pueblo cada mañana, camina cubierta de la cabeza a los pies. “Eso no me angustia: mi mamá suele decir que más calor es el que hace en el infierno”.

Munir, cuando cruza la puerta de su mezquita, también se obliga a comprender que él no es la norma. Es la excepción. Lo miran con recelo. Otras veces causa gracia, por ejemplo, que no pueda saludar de mano a una mujer o mirarla de frente a los ojos porque su fe se lo prohíbe. O que dentro de una semana deberá ayunar durante el mes del Ramadán, de 4:30 a.m. a 6:30 p.m. O que no pueda sentarse a manteles frente a un sancocho suculento si él mismo, con sus propias manos, no se asegura que la gallina derramó sangre antes de llegar al plato. Munir se justifica: “Un animal que no ha derramado sangre antes de morir no ha conocido a Dios”.

La incomprensión se le hizo parte del paisaje. Él, que dirige el Instituto Silvia Zaynab, del que hacen parte más de 150 chiquillos, a veces debe escuchar el reclamo de madres asustadas que aseguran no enviar a sus hijos a estudiar a ese lugar porque “de pronto a mi hijo me lo terminan enviando a Arabia Saudita para que se vuelva talibán”.

Y dicen más. Justo hace diez años, cuando el planeta entero asistía por televisión al horror de ver dos torres de edificios derrumbándose en Nueva York, alguien tocó a las puertas de Munir para felicitarlo “porque el trabajo les había quedado bien hecho”.

Hasta investigadores del DAS y de la CÍA han llegado hasta su mezquita deseosos de hallar alguna pista del trabajo de Munir en la formación de terroristas. Todo porque se cree que su templo sagrado es financiado por Mahmud Ahmadineyad, presidente de Irán, tan chiíta como todos los feligreses del puerto que cada viernes oran en nombre de Alá.

“Duele, pero ya me acostumbré”, confiesa Munir. “Quien conozca de verdad el Corán, lo que dicen sus líneas, sabrá que nadie, en nombre de Alá, está llamado a matar ni a detonar bombas”.

Algo de eso le escuché decir durante su prédica. Antes de partir de la mezquita, los musulmanes presentes comparten un té y se despiden invocando a su dios incomprendido. No importa, pensarán. “Fíjese, el hijo de su Dios también murió en una cruz”, me despide Munir. Sin darme la mano, claro.

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