Una exposición reúne en Caixafòrum 300 objetos arqueológicos de Arabia
Príncipes, dunas, oasis y tesoros. Caixafòrum parecía ayer Las mil y una noches. O, con los muchos árabes vistiendo la indumentaria tradicional del abrigo bisht y el tocado keffiyeh y los militares españoles de uniforme, el campamento de Feisal en Wadi Rum. Sólo faltaban Auda y Lawrence de Arabia. El príncipe Felipe y el príncipe saudí Salman bin Abdulaziz -añádase a las maravillas que su alteza oriental ha viajado literalmente en alfombra mágica: oficial de las fuerzas aéreas, fue cosmonauta en una de las misiones del transbordador espacial Discovery- inauguraron ayer en Barcelona la exposición Rutas de Arabia, que reúne más de 300 antigüedades de aquellas arenosas tierras, en su mayoría anteriores a la aparición del islam y procedentes todas de los museos del país.
La exhibición, ambientada con grandes fotografías en blanco y negro evocadoras de paisajes que cortan la respiración, desvela al público culturas y lugares arqueológicos tan fascinantes como prácticamente desconocidos. De entrada, una sorprendente evidencia: por doquier la figura humana, cuya representación, es sabido, está prohibida por el Corán. Cabe imaginar que Arabia Saudí no tiene una relación muy fluida con algunos de los tesoros que guardan -en algún caso muy celosamente- sus museos. En una vitrina se expone una pequeña figurita de bronce de una mujer con el pecho marcado por un ceñido vestido (parte de la decoración de un lecho funerario de estilo grecorromano), y en otra, estatuillas de Heracles y Harpócrates tal como los dioses los trajeron al mundo. Una joven árabe que trabaja en Jeddah con estudiantes lamentó en privado durante la visita que algunas de las piezas presentadas con tanto despliegue en Europa (la exposición llega del Louvre) no puedan verse, paradójicamente, en su país "por un sentido religioso mal entendido".
En el recorrido, que lleva desde la prehistoria (industria lítica) hasta el siglo XX (objetos relacionados con la fundación del reino de Arabia saudí en 1932), el visitante, como un explorador, descubre, entre otros, los viejos reinos y ciudades de los oasis del Hijaz, al noroeste de Arabia, con la poderosa y fortificada Taima, donde vivió el último rey de Babilonia; Dedan, donde se alzaron los colosos de piedra de los reyes de Lihyan (tres de los cuales, de los siglos III y IV antes de Cristo, contundentemente poco vestidos para una mentalidad wahhabita, son las piezas más impactantes de la exposición y se pueden ver juntos en una sala), y la nabatea Hegra (hoy Madain Salih), tan parecida a Petra y de la que dejó constancia al llegar hasta ella en 1876 el audaz Charles Doughty en su inmortal Arabia deserta.
En la exposición, con el sentimiento de viajar a lomos de uno de esos camellos (hay varias estatuitas encantadoras de ellos) que atravesaban la península arábiga por las ancestrales rutas comerciales, como la del incienso, uno se encuentra una gran foto de las terribles y sin embargo muy hermosas, sedosas dunas del Rub al Khali, el Territorio Vacío, predio de las aventuras de sir Wilfred Thesiger. En el margen noroeste del peor desierto del mundo se hallaba Qaryat al-Faw, que fue capital del poderoso reino de Kinda, y en el sudoeste, Najran, etapa obligada de las caravanas.
La siguiente parada es Thaj, en Arabia oriental, donde se descubrió la tumba de una niña de seis años enterrada como una princesa con un ajuar funerario de estilo helenístico. La exposición exhibe la máscara de oro -parecida a la de Agamenón de la Acrópolis de Micenas- que cubría el rostro de la princesita, y sus guantes, del mismo material. Muchísimas piezas para admirar y estudiar: estelas nabateas, pinturas murales con imágenes del zodíaco, esculturas de alabastro, textiles, una sensacional cabeza de bronce colado de principios de nuestra era deformada en una mueca histriónica, o las joyas de oro, perla, turquesa y rubí de la gran tumba en Ain Jawan. En los objetos se aprecian las más diversas influencias culturales, de Mesopotamia, de Egipto, de Grecia y Roma...
En su tramo final, la exposición señala la aparición del islam y las rutas de peregrinación. Un espacio semeja un cementerio, con estelas funerarias alineadas. Resulta significativo, aunque no por ello menos desconcertante, ese énfasis en la época islámica -¿una forma de conjurar todo lo anterior?-, con algunos objetos que, aunque exciten nuestro sentido de la aventura, tienen un dudoso valor arqueológico, como la foto y el bisht de lana e hilos de oro (tan parecido al de Feisal) del rey Ibn Saud, el fundador del Estado moderno saudí. Algo inquietante resulta también que prácticamente lo último que te encuentras al acabar la visita sea la espada del monarca -la espada del islam-, desenvainada.
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