domingo, 9 de junio de 2019

La identidad borrada del islam chino

KASHGAR,08/06/2019,lavanguardia.com, XAVIERMAS DE XAXÀS,


Viaje a Kashgar, la ciudad donde todo el mundo es sospechoso y la policía todo lo ve

Apenas queda algo de Kashgar, la vieja Kashgar de hace dos mil años, un oasis en el desierto de Taklamakan, punto clave en la primera ruta de la seda. Grandes bloques de pisos y amplias avenidas casi han borrado la antigua trama urbana de calles estrechas y casas de adobe. Las fachadas del barrio histórico resisten como reclamo turístico.

Las cámaras de la policía ras­trean el espacio público. Reconocen las caras y siguen a las personas. No hay adonde ir sin que ellas lo vean. La sospecha es colectiva y opresiva. Hay más de 700.000 ciudadanos bajo control.

El sistema lo sabe todo. Quiénes son, qué piensan y qué hacen. Es un sistema infalible que combina las imágenes con muestras de ADN y datos biográficos. Utiliza una tecnología militar, pensada para la guerra y que en Kashgar atemoriza a la población y refuerza el autoritarismo.


Kashgar es una zona de guerra. Está en Xinjiang, cerca del Pamir. Kazajos, tayikos y kirguises conviven con la mayoría uigur. Son pueblos turcomanos de Asia Central, musulmanes del siglo X, un pasado que el Partido Comunista Chino está decidido a eliminar.

Las autoridades imponen un progreso que borra la tradición, deshumaniza al musulmán y lo convierte en una pieza más del engranaje totalitario. El objetivo es que este individuo trabaje y obedezca, y que lo haga sin pensar y, aún más, sin recordar. Su modelo ha de ser el chino de etnia han. Más del 90% de los 1.390 millones de chinos son han. Hay once millones de uigures en Xinjiang.

Paseamos por Kashgar. Las cámaras nos siguen, y lo mismo hacen policías de paisano. Hay comisarías y puestos de control en casi cada esquina, vallas y vigilantes en los accesos a los barrios más tradicionales, allí donde sigue habiendo una mezquita en pie, allí donde cuesta ver a hombres entre los quince y los cincuenta años.

Vemos a niños y ancianos, a mujeres que hablan con vecinas. Es evidente que faltan hombres jóvenes. Muchos están en los campos de reeducación. Se sospecha que pueden ser hasta dos millones de personas las que están encerradas en cárceles políticas. Equivalen al 10% de la población musulmana adulta de Xinjiang. Los satélites occidentales detectaron estos centros de detención por primera vez en el 2017. Cada vez hay más y son más grandes.


El gobernador de la provincia los llama “centros de conversión educativa y formación profesional”. Los internos, según ha explicado a la agencia Xinhua, son voluntarios que adquieren conocimientos modernos, mejoran su comprensión de la historia y la cultura china y aprenden un ­oficio.

Los que han huido explican otra historia. Para empezar, que su carnet de ciudadanía se quedó sin puntos. Los perdían por ayunar en Ramadán y no beber alcohol, por leer el Corán, por ir a la mezquita, por visitar un mausoleo sufí, por lavar a los muertos y darles sepultura bajo tierra en lugar de inci­nerarlos, por llevar una barba anormal o un vestido demasiado ancho, por poner nombres musulmanes a los hijos, por asistir a ceremonias tradicionales, por no ver la televisión pública o no escuchar la radio oficial, por tener contenidos prohibidos en el móvil o por llamar al extranjero. Sólo por ser uigures pierden diez puntos. Aunque se esfuercen, nunca serán chinos perfectos. La sospecha los acompaña siempre.


La población está obligada a vigilarse entre sí. Hay un vigilante rotatorio por cada diez viviendas. Los hijos, sin saberlo, pasan información comprometida sobre sus padres a los maestros en la escuela, que actúan como policías.

A medida que pierden puntos, los uigures pierden derechos. Pierden, por ejemplo, el derecho a coger un autobús o un tren, a recibir un subsidio o conseguir una vivienda mejor. Si pierden puntos, no pueden comprar gasolina o determinados alimentos, tampoco pueden comprar un teléfono móvil, un ordenador o un cuchillo. Los cuchillos de cocina tienen categoría de arma blanca. Requieren una licencia. Todos los cuchillos de Xinjiang están registrados desde que en el 2014, ocho uigures armados con cuchillos mataron a 31 personas en la estación de Kunming. En las cocinas de los restaurantes, cuelgan de una cadena fijada a la pared.

Uno de los uigures huidos a Kazajistán explicó recientemente al New York Review of Books que quedarse sin puntos implica ir al campo de reeducación y renegar del islam y los ancestros, hacer auto­crítica de las ideas propias y aceptar las nuevas. Allí deben estudiar el idioma y la historia de China, cantar el himno del Partido Comunista y ver películas de adoctrinamiento. La tortura espera a los más rebeldes.


La cultura uigur se considera inferior, un atraso. Su lengua y su escritura han dejado de enseñarse en las escuelas.

Nosotros llegamos a Kashgar a mediados de mayo. Los árboles habían recuperado el follaje después del duro invierno. Soplaba el viento y se levantaba el polvo, el gran enemigo del sistema de vi­gilancia porque ensucia unas cámaras que sólo rinden al máximo en un ambiente limpio y transparente.

Salimos a pasear pronto por la mañana y vimos a los vecinos regar las calles para que el polvo no se levantara. Están obligados a hacerlo y mientras obedecen no quieren que les preguntes por su vida, que indagues en sus opiniones. Así que sonríen cuando pasas de largo, aliviados de haber evitado un peligro.

Kashgar es una ciudad silenciosa. Las motos son eléctricas. Los vehículos no pueden pasar de los 40 kilómetros por hora. Han de ir despacio para que las cámaras puedan identificar a los conductores. Las entradas y salidas del área urbana quedan registradas. Es imposible entrar o salir sin pasar por un puesto de control, sin permitir que una máquina te escanee los ojos y compruebe tus huellas. Guardias armados con fusiles de asalto supervisan el proceso de identificación.


Cientos de funcionarios miran las pantallas y cruzan datos. La compañía Huawei les ayuda a analizarlos. Son los soldados de esta guerra moderna que se libra en Xinjiang desde hace diez años para borrar el pasado y la identidad de la mayoría musulmana. Su arma más poderosa es un teléfono inteligente con un sistema operativo Android que les dice, a pie de calle, quién es quién.

El general de este ejército se llama Chen Quanguo. Es el jefe del Partido Comunista en Xinjiang desde el 2016. Venía de Tíbet, donde había aplastado la revuelta de los monjes budistas que se inmolaban. Lo hizo con un amplio despliegue policial, que incluía el patrullaje continuado de vehículos blindados y controles sorpresa en los que se detenía a decenas de personas. Tenía órdenes de hacer lo mismo en Xinjiang.


Los uigures del exilio denuncian la discriminación que sufren a manos de los han. En el 2009, una protesta uigur en Urumqi, capital de la provincia, acabó muy mal. La carga policial desató la violencia. Murieron unos 200 han. Las autoridades detuvieron a miles de uigures. No se sabe cuántos murieron.

Aunque el origen de la protesta fue el racismo, las autoridades la trataron como si hubiera sido un alzamiento terrorista y separatista, el más grave desde la revolución cultural. Cortaron internet y la telefonía móvil durante diez meses. La represión se ha mantenido desde entonces.

La estrategia del general Chen tiene éxito. La población uigur está aterrorizada. Nadie protesta. Chen ha sido recompensado por su trabajo con un puesto en el ­politburó del Partido Comunista.
El Partido Comunista Chino no era así. Toleraba la diversidad. Los 55 grupos étnicos del país recibían el trato de nacionalidades. Este sistema, sin embargo, fue abolido a raíz de los disturbios del 2008 en Tíbet y del 2009 en Xinjiang. Lo sustituyó uno nacionalista y centralizado. Se impuso la asimilación para crear una identidad homogénea china.

El Partido Comunista, que había inventado las regiones autónomas y aplicado la estrategia de “un país, dos sistemas”, renegaba ahora de la diversidad. Este nacionalismo represor se ha acentuado desde que Xi Jinping se hizo con el poder en el 2012.

La ciudad vieja de Kashgar está desierta. Son las 9 de la mañana, según la hora oficial, que es la hora de Pekín, aunque los uigures llevan su propio horario, más de acuerdo con el sol. Su reloj marca las siete y acaban de despertarse.


Nadie cruza la explanada abierta frente a la mezquita de Id Kah, la más grande de China. Un furgón de la policía está aparcado en uno de los extremos, junto a una gran pantalla que reproduce en bucle imágenes propagandísticas del presidente Xi. Esta explanada era un jardín con árboles frondosos hasta que los responsables del control de la población recomendaron talarlos.

En el interior tampoco hay nadie. Una mujer limpia los radiadores. No hay libros en las estanterías, y una mezquita no se entiende sin libros, sin creyentes leyéndolos, rezando, conversando, dormitando sobre las esteras.

El Partido Comunista considera que una religión sólo es segura si es ortodoxa y está controlada. El budismo y el catolicismo, por ejemplo, se permiten porque están controlados. El sufismo uigur es una versión heterodoxa del islam, además del núcleo identitario de una nación, y por eso no debe tolerarse.

Id Kah está vacía pero sigue en pie. Es mucho más de lo que pueden decir otras mezquitas y mausoleos de Xinjiang, que en los últimos años han sido derruidos. No importa su valor histórico. Mientras tengan un valor simbólico corren peligro.


En 1989, el Partido Comunista borró la memoria de la revuelta democrática de Tiananmen. Luego, en 1999, borró la disciplina espiritual Falun Gong. Tenía 70 millones de seguidores y era el movimiento religioso más popular de china. Ahora convertirá a los uigures en un sucedáneo de lo que fueron sus padres. A unos cuantos de ellos, los fieles y desnaturalizados, los recompensa con cargos administrativos. El miércoles les pidió que bailaran en la plaza frente a la mezquita de Id Kah para celebrar el Eid al Fitr, el fin del Ramadán, y ellos se prestaron a la propaganda.

En China, la historia es líquida, se reescribe y se purga. Héroes y villanos a menudo cambian los papeles para que el relato cumpla su función política. Ha de ser épico e inapelable. Kashgar lo demuestra. Ahora tiene una memoria impuesta e inventada. Hasta ha perdido el nombre. Los chinos la llaman ­Kashi.

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