Valencia,06.12.09,lasprovincias.es.
En los primeros siete años prevalece el juego; en los siete siguientes, la educación, y de los 14 a los 21, educación islámica
La comunidad islámica intenta integrarse en Valencia y quiere romper algunos tópicos
El personaje más famoso de la calle Arquitecto Rodríguez es un loro muy locuaz. El animal, desde su jaula, toma el sol en el balcón de un edificio. Desde esa atalaya no cesa de silbar y, de vez en cuando, hasta habla. Sus silbidos desconciertan al que recorre la calle por primera vez. El viandante escucha el sonido y se gira sorprendido. Ante la reiteración, la cabeza se vuelve de un lado al otro. Y vuelta a empezar. Al cabo de un rato, cuando parece que la cabeza se va a desenroscar del cuello, descubre que los dichosos silbidos provienen del lorito.
Pasado el mediodía, un montón de extranjeros discurre por la calle. Magrebíes, árabes y centroafricanos. Muy pocos caen en la trampa del papagayo. Ya lo conocen. En esa calle, en Arquitecto Rodríguez, acuden a rezar, como mínimo, semanalmente. Es la comunidad musulmana del valenciano barrio de Orriols. Allí, en ese extremo de la ciudad que parece querer besar Alboraia, se encuentra una de las mezquitas. Mucha gente que desconoce este ámbito piensa que estos templos son algo monumental.
En Valencia casi todo el mundo ha visto alguna vez la Gran Mezquita de la calle Palancia, en Xúquer. Pero las mezquitas de barrio son otra cosa. No son precisamente Masjid al-Haram, la más grande de La Meca y del orbe. Estas, en muchos casos, son austeras plantas bajas habilitadas para que los fieles acudan allí a rezar.
La comunidad islámica ha engordado mucho en los últimos años. Siempre en proporción al flujo migratorio. Ya son 130.000 moros de Orihuela a Vinaroz. Y empiezan a no caber, a no caber en las mezquitas, carentes del espacio necesario para los días de mayor afluencia. Como los viernes, el día de rezo obligatorio en grupo y que equivale, en una escala de valores, a 27 rezos cotidianos. La víspera del fin de semana hay tal afluencia de feligreses que algunos se ven obligados a orar en la calle, encima de la acera.
El resto de la semana es todo más tranquilo. El jueves por la tarde, por ejemplo, los musulmanes se aproximan a la mezquita de Ruzafa, el antiguo barrio de Al Russafi, en un tranquilo goteo. Los fieles acuden al templo de la calle Buenos Aires a medida que van regresando de sus trabajos. Las calles del alrededor, bulliciosas, huelen a hachís. Los comercios, la mayoría regentados por árabes y magrebíes, están en plena actividad pese a que son las ocho de la tarde.
El trabajo y la oración no hacen un buen matrimonio. Aunque la supervivencia de la gente que ha dejado su tierra en busca de la prosperidad en Valencia es prioritaria. Esa, al menos, es la opinión de Abdul Rehim Yaghmour, el presidente de la Comunidad Islámica de Valencia (UCIDE). «Cuando hay menos gente en la mezquita, mejor; eso significa que están ocupados. Cuando está lleno, mala señal...», aclara Abdul, quien se besa las manos y las levanta al cielo mientras dice que si no acuden a su mezquita «es que todo les va bien».
Abdul, un sirio de misteriosos ojos azul claro, hombre de fino humor, entra a rezar en su mezquita, la de la calle Méndez Núñez, muy cerca del puerto, junto a media docena de fieles. Este templo fue el primero de Valencia y prácticamente del lado este de España. La ciudad, Valencia, Balansiyya en árabe, recuperaba a principios de los 60 una mezquita, borradas de la faz de la urbe desde que Jaume I, en 1238, convirtió la Mezquita Mayor en catedral. Abdul fue uno de los pioneros. Como Ziad Darwish, que llegó a Valencia en 1966 para estudiar Medicina en la prestigiosa facultad de la ciudad. El panorama de aquellos aventureros nada tiene que ver con el actual. «Mi familia tenía dinero y me enviaba 60 dólares todos los meses. Había algunos en los que ni siquiera me gastaba toda esa cantidad». Ahora, cuatro décadas después, algunos inmigrantes tienen que trabajar varios días para ganar ese mismo dinero.
Convivencia
Ahora presumen de integración. «En 1992, unos chavales, de los que yo considero sin rumbo, intentaron quemar la mezquita. Se salvó gracias a los vecinos, que fueron quienes avisaron a los bomberos. Eso nos llenó de orgullo». La convivencia, ya ataña a los siervos de Alá o a los de Jesús, nunca es sencilla. Abdelaziz Bouhlassa, un afable marroquí de 34 años que se define como valenciano, tampoco olvida que los vecinos se mostraron muy reacios cuando supieron que iba a brotar una mezquita en Orriols. «Notamos que había un fuerte rechazo. La gente pensaba que iba a empezar a oler mal o que iban a aumentar los robos. Pero ahora nosotros (el Centro Cultural Islámico) acogemos a islamistas y a los que no lo son». Aunque siempre hay quien se resiste. No parece casual que en la casa que hay frente al centro, en la fachada, aparezca una imagen de la Virgen de los Desamparados de notables dimensiones.
El centro, registrado como una ONG, hace una importante labor social en diferentes frentes: cursos para enseñar un oficio, escuelas de acogida, mediación social, consulta jurídica, campamentos de verano y hasta profesorado para enseñar diferentes idiomas, incluidos el urdú, de Pakistán, y el woloof, de Senegal, Gambia y Mauritania. Y, como sucede en Méndez Núñez, buscan vías para dar a conocer su religión. En Orriols se ofrece una visita guiada bajo el título 'El Islam desde dentro'. Y en el Puerto han desarrollado el programa 'Puertas abiertas'. Los dos persiguen el mismo propósito: atraer a los vecinos, a los curiosos, a los escépticos. Como explica Ihab Fahmy, «conocer a una persona enriquece incluso más que leer un libro».
La vida de un musulmán está estructurada en los primeros años. Al nacer, su padre, según la tradición del profeta Muhammad (no les gusta que los católicos le llamen Mahoma) le reza al bebé una oración en el oído derecho y después en el izquierdo. Ese día, la familia debe sacrificar un cordero, o incluso una vaca, o sencillamente ofrecer unos dátiles, en función de su capacidad económica, para celebrar el nacimiento con la familia y los vecinos. Ellos piensan que en sus primeros siete años debe prevalecer el juego; en los siete siguientes, hasta los 14, la educación, y los siete de después, hasta los 21, deben dedicarse a ganar la amistad y a la educación islámica.
Pero algunos jóvenes quieren ir un poco más deprisa. El dicharachero Amir Kassar, un musulmán nacido en Damasco, habla desde la experiencia que le dan sus 59 años de edad, 40 de ellos en España, sus cuatro vástagos y sus tres nietos. Kassar se niega a hablar del Ramadán como de un mes -el noveno del calendario musulmán, el lunar- de angustia. «Es muy gratificante comprobar cómo puedes resistir sin comer ni beber desde la salida hasta la puesta del sol». Y se regodea contando cómo su hija, pese a que los niños y los jóvenes no están obligados a hacer la abstinencia completa, le pidió un buen día, en pleno Ramadán, cumplir como un adulto. Kassar cambió Barcelona, adonde llegó con 19 años, por Valencia durante su época de estudiante de Medicina, cuando le obligaron a asistir a las clases que daban en catalán. Sólo le quedaba un año y medio para licenciarse. «Tengo muy claro que el pueblo valenciano es mucho más tolerante que el catalán», asegura.
El desayuno después del Ramadán, como el sacrificio del cordero y otras grandes celebraciones del Islam, desborda todas mezquitas. En Orriols, como en la Gran Mezquita de Xúquer y, por supuesto, en las más pequeñas, no dan abasto. El Centro Cultural Islámico de Valencia, sin ir más lejos, se ve obligado a trasladar esas ceremonias al polideportivo de El Cabanyal. «En la última fiesta del cordero se congregaron entre 2.000 y 3.000 personas».
Los musulmanes se han asentado en los últimos tiempos como la segunda religión más representada en España y en la Comunitat Valenciana. Son más de 130.000: 56.000 en Valencia, 49.000 en Alicante y 25.000 en Castellón, según los datos que maneja la conselleria de Solidaridad y Ciudadanía. Del total, se estima que cerca de 38.000 son valencianos, católicos convertidos al islamismo. De los extranjeros, las nacionalidades más numerosas son la marroquí, la argelina, la pakistaní y la mauritana. Están echando raíces en la Comunitat y, al mismo tiempo, progresan en su propósito de ser cada día menos extraños para convertirse en algo próximo. Como el lorito de la calle Méndez Núñez, exótico al principio y uno más al final.
Islam España es el portal del islam en lengua española , un proyecto de futuro para la convivencia,la cooperación y el diálogo.
En los primeros siete años prevalece el juego; en los siete siguientes, la educación, y de los 14 a los 21, educación islámica
La comunidad islámica intenta integrarse en Valencia y quiere romper algunos tópicos
El personaje más famoso de la calle Arquitecto Rodríguez es un loro muy locuaz. El animal, desde su jaula, toma el sol en el balcón de un edificio. Desde esa atalaya no cesa de silbar y, de vez en cuando, hasta habla. Sus silbidos desconciertan al que recorre la calle por primera vez. El viandante escucha el sonido y se gira sorprendido. Ante la reiteración, la cabeza se vuelve de un lado al otro. Y vuelta a empezar. Al cabo de un rato, cuando parece que la cabeza se va a desenroscar del cuello, descubre que los dichosos silbidos provienen del lorito.
Pasado el mediodía, un montón de extranjeros discurre por la calle. Magrebíes, árabes y centroafricanos. Muy pocos caen en la trampa del papagayo. Ya lo conocen. En esa calle, en Arquitecto Rodríguez, acuden a rezar, como mínimo, semanalmente. Es la comunidad musulmana del valenciano barrio de Orriols. Allí, en ese extremo de la ciudad que parece querer besar Alboraia, se encuentra una de las mezquitas. Mucha gente que desconoce este ámbito piensa que estos templos son algo monumental.
En Valencia casi todo el mundo ha visto alguna vez la Gran Mezquita de la calle Palancia, en Xúquer. Pero las mezquitas de barrio son otra cosa. No son precisamente Masjid al-Haram, la más grande de La Meca y del orbe. Estas, en muchos casos, son austeras plantas bajas habilitadas para que los fieles acudan allí a rezar.
La comunidad islámica ha engordado mucho en los últimos años. Siempre en proporción al flujo migratorio. Ya son 130.000 moros de Orihuela a Vinaroz. Y empiezan a no caber, a no caber en las mezquitas, carentes del espacio necesario para los días de mayor afluencia. Como los viernes, el día de rezo obligatorio en grupo y que equivale, en una escala de valores, a 27 rezos cotidianos. La víspera del fin de semana hay tal afluencia de feligreses que algunos se ven obligados a orar en la calle, encima de la acera.
El resto de la semana es todo más tranquilo. El jueves por la tarde, por ejemplo, los musulmanes se aproximan a la mezquita de Ruzafa, el antiguo barrio de Al Russafi, en un tranquilo goteo. Los fieles acuden al templo de la calle Buenos Aires a medida que van regresando de sus trabajos. Las calles del alrededor, bulliciosas, huelen a hachís. Los comercios, la mayoría regentados por árabes y magrebíes, están en plena actividad pese a que son las ocho de la tarde.
El trabajo y la oración no hacen un buen matrimonio. Aunque la supervivencia de la gente que ha dejado su tierra en busca de la prosperidad en Valencia es prioritaria. Esa, al menos, es la opinión de Abdul Rehim Yaghmour, el presidente de la Comunidad Islámica de Valencia (UCIDE). «Cuando hay menos gente en la mezquita, mejor; eso significa que están ocupados. Cuando está lleno, mala señal...», aclara Abdul, quien se besa las manos y las levanta al cielo mientras dice que si no acuden a su mezquita «es que todo les va bien».
Abdul, un sirio de misteriosos ojos azul claro, hombre de fino humor, entra a rezar en su mezquita, la de la calle Méndez Núñez, muy cerca del puerto, junto a media docena de fieles. Este templo fue el primero de Valencia y prácticamente del lado este de España. La ciudad, Valencia, Balansiyya en árabe, recuperaba a principios de los 60 una mezquita, borradas de la faz de la urbe desde que Jaume I, en 1238, convirtió la Mezquita Mayor en catedral. Abdul fue uno de los pioneros. Como Ziad Darwish, que llegó a Valencia en 1966 para estudiar Medicina en la prestigiosa facultad de la ciudad. El panorama de aquellos aventureros nada tiene que ver con el actual. «Mi familia tenía dinero y me enviaba 60 dólares todos los meses. Había algunos en los que ni siquiera me gastaba toda esa cantidad». Ahora, cuatro décadas después, algunos inmigrantes tienen que trabajar varios días para ganar ese mismo dinero.
Convivencia
Ahora presumen de integración. «En 1992, unos chavales, de los que yo considero sin rumbo, intentaron quemar la mezquita. Se salvó gracias a los vecinos, que fueron quienes avisaron a los bomberos. Eso nos llenó de orgullo». La convivencia, ya ataña a los siervos de Alá o a los de Jesús, nunca es sencilla. Abdelaziz Bouhlassa, un afable marroquí de 34 años que se define como valenciano, tampoco olvida que los vecinos se mostraron muy reacios cuando supieron que iba a brotar una mezquita en Orriols. «Notamos que había un fuerte rechazo. La gente pensaba que iba a empezar a oler mal o que iban a aumentar los robos. Pero ahora nosotros (el Centro Cultural Islámico) acogemos a islamistas y a los que no lo son». Aunque siempre hay quien se resiste. No parece casual que en la casa que hay frente al centro, en la fachada, aparezca una imagen de la Virgen de los Desamparados de notables dimensiones.
El centro, registrado como una ONG, hace una importante labor social en diferentes frentes: cursos para enseñar un oficio, escuelas de acogida, mediación social, consulta jurídica, campamentos de verano y hasta profesorado para enseñar diferentes idiomas, incluidos el urdú, de Pakistán, y el woloof, de Senegal, Gambia y Mauritania. Y, como sucede en Méndez Núñez, buscan vías para dar a conocer su religión. En Orriols se ofrece una visita guiada bajo el título 'El Islam desde dentro'. Y en el Puerto han desarrollado el programa 'Puertas abiertas'. Los dos persiguen el mismo propósito: atraer a los vecinos, a los curiosos, a los escépticos. Como explica Ihab Fahmy, «conocer a una persona enriquece incluso más que leer un libro».
La vida de un musulmán está estructurada en los primeros años. Al nacer, su padre, según la tradición del profeta Muhammad (no les gusta que los católicos le llamen Mahoma) le reza al bebé una oración en el oído derecho y después en el izquierdo. Ese día, la familia debe sacrificar un cordero, o incluso una vaca, o sencillamente ofrecer unos dátiles, en función de su capacidad económica, para celebrar el nacimiento con la familia y los vecinos. Ellos piensan que en sus primeros siete años debe prevalecer el juego; en los siete siguientes, hasta los 14, la educación, y los siete de después, hasta los 21, deben dedicarse a ganar la amistad y a la educación islámica.
Pero algunos jóvenes quieren ir un poco más deprisa. El dicharachero Amir Kassar, un musulmán nacido en Damasco, habla desde la experiencia que le dan sus 59 años de edad, 40 de ellos en España, sus cuatro vástagos y sus tres nietos. Kassar se niega a hablar del Ramadán como de un mes -el noveno del calendario musulmán, el lunar- de angustia. «Es muy gratificante comprobar cómo puedes resistir sin comer ni beber desde la salida hasta la puesta del sol». Y se regodea contando cómo su hija, pese a que los niños y los jóvenes no están obligados a hacer la abstinencia completa, le pidió un buen día, en pleno Ramadán, cumplir como un adulto. Kassar cambió Barcelona, adonde llegó con 19 años, por Valencia durante su época de estudiante de Medicina, cuando le obligaron a asistir a las clases que daban en catalán. Sólo le quedaba un año y medio para licenciarse. «Tengo muy claro que el pueblo valenciano es mucho más tolerante que el catalán», asegura.
El desayuno después del Ramadán, como el sacrificio del cordero y otras grandes celebraciones del Islam, desborda todas mezquitas. En Orriols, como en la Gran Mezquita de Xúquer y, por supuesto, en las más pequeñas, no dan abasto. El Centro Cultural Islámico de Valencia, sin ir más lejos, se ve obligado a trasladar esas ceremonias al polideportivo de El Cabanyal. «En la última fiesta del cordero se congregaron entre 2.000 y 3.000 personas».
Los musulmanes se han asentado en los últimos tiempos como la segunda religión más representada en España y en la Comunitat Valenciana. Son más de 130.000: 56.000 en Valencia, 49.000 en Alicante y 25.000 en Castellón, según los datos que maneja la conselleria de Solidaridad y Ciudadanía. Del total, se estima que cerca de 38.000 son valencianos, católicos convertidos al islamismo. De los extranjeros, las nacionalidades más numerosas son la marroquí, la argelina, la pakistaní y la mauritana. Están echando raíces en la Comunitat y, al mismo tiempo, progresan en su propósito de ser cada día menos extraños para convertirse en algo próximo. Como el lorito de la calle Méndez Núñez, exótico al principio y uno más al final.
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