SEVILLA,23 JUL 2017, elcorreoweb.es,ANTONIO ZOIDO
La Casa de Pilatos, ejemplo renacentista en Sevilla. / El Correo
{Se ha hablado y escrito hasta la extenuación del Barroco andaluz pero son muchos –muchísimos– menos las palabras y los textos dedicados a la relación entre Andalucía y el Renacimiento sin que, por otra parte, se haya explicado cuáles son las vías por las que llega a Italia o Francia el saber de la antigüedad greco-romana en el quinientos. Y, sobre todo, sin que se haya dicho que en la Península Ibérica y en su territorio sur delimitado por una línea imaginaria entre Zaragoza y el Algarve, ese saber no tuvo que llegar en un determinado momento de los primeros tiempos de la Era Moderna porque, primero, nunca se fue del todo al derrumbe el Imperio romano y, segundo, porque aquí rebrotó con la misma intensidad que en el Próximo Oriente durante los siglos X, XI y XII.
Evidentemente existe un campo en el que la primacía italiana es incuestionable: el de la arquitectura y las artes plásticas, porque los restos de la cultura que renacía estaban, física y principalmente, allí. Pero en otros sucede, exactamente, lo contrario aunque la divulgación de esas circunstancias no se haya realizado. Valga un ejemplo: en 1919 el arabista Miguel Asín Palacios ingresaba en la Real Academia con el discurso titulado La Escatología musulmana en la Divina Comedia donde establecía un paralelismo entre la idea musulmana de la vida de ultratumba y las de Dante Alighieri poniendo como base el Libro de la Ascensión de Mahoma en el que éste podría haberse inspirado para relatar su bajada a los infiernos y subida al paraíso.
Los italianos, ya en el clima de exaltación nacional que propiciaría la llegada del fascismo y a dos años del VII centenario de la muerte de su máximo poeta, pusieron el grito en el cielo pero eso no quitó la verdad: que esa obra árabe había sido traducida del castellano al latín y al francés por Bonaventura de Siena, notario de Alfonso X, y, tal vez, llevada a Italia por el fraile Brunnero Latini en las mismas fechas.
Valga esto como muestra de la carencia de preguntas en cosas que nos atañen y retomemos el tema del Renacimiento que tampoco se ha explicado lo suficiente.
La singular Historia andaluza con respecto a la del resto de España y la mayor parte de Europa conllevó que en ella no existiera prácticamente el estilo románico y que el gótico tuviera raíces más bien superficiales. Andalucía, por tanto, no quedó arraigada en el arco ojival como le sucedió a gran parte de Castilla y a Cataluña, sino que se incorporó con absoluta normalidad a la corriente que, en los albores del siglo XVI, distinguía lo nuevo de lo viejo porque muchos de sus cánones eran normales aquí mucho antes.
Generalmente (y no sé por qué) se ponen como muestras excepcionales de este estilo los cascos históricos de Úbeda y Baeza olvidando que a lo largo y ancho de la geografía andaluza son centenares los edificios que se alzan en ese tiempo, entre ellos la catedral, el Hospital Real, el de San Juan de Dios, decenas de iglesias, el Palacio de Carlos V, en Granada; la catedral de Jaén, obra de un arquitecto, Valdelvira, con otra decena de grandes obras. En Sevilla dan muestra del nuevo arte el Hospital de las Cinco Llagas (seguramente el mayor edificio de aquel tiempo), la Capilla Real y otras dependencias de la Catedral, palacios como el de los Mañara, en la Judería y, sobre todo, el de los Ribera (la popular Casa de Pilatos) que, uniendo genialmente elementos autóctonos e importados, sentaba los cánones de un Renacimiento sin parangón en otros lugares y llamado a renacer con las modas orientalizantes del siglo XIX.
Pero ceñirnos únicamente a la arquitectura podría parecer parcial ya que ésta se plasma, sobre todo, en edificios suntuosos y, por ello –entonces y ahora– puede estar sometida al imperio del poder y del dinero.
Sin embargo, en otros campos artísticos e, incluso, artesanos el fenómeno es, más o menos el mismo. Ya tratemos de las espléndidas labores del forjado del hierro que cristalizan en rejas catedralicias o conventuales como si nos adentramos en el mundo de las filigranas poéticas.
Quedándonos aquí, tampoco han sido muchas las reflexiones sobre el esplendor de la lírica sureña a partir de que ésta comienza a expresarse en lengua castellana pero, en realidad, nos encontramos ante un fenómeno muy parecido al que se produjo cuando el árabe sustituyó a la lengua romance que se estaba formando a partir del latín y de la que únicamente nos quedan las jarchas. En realidad fue entonces cuando nació una poesía con raíces tan profundas como para poder verterse al árabe, al castellano, al catalán, al galaico-portugués... y, a través del hebreo, a cualquier idioma.
De esa lírica renacida, que tuvo por patrocinador a Alfonso X y por padres a Abenguzmán y al Arcipreste de Hita, bebieron después gente tan diversa como el Marqués de Santillana y Elías Canettí y es ahí donde reside su heterodoxia y, seguramente, su pervivencia. Escrita en dialecto andalusí, fue rechazada –aún lo es hoy– por los puristas defensores de las casidas arábigas; versada en la clara lengua de Castilla tuvo que ser defendida de las críticas de los garcilacistas por Fernando de Herrera, pasó luego del reino de lo culto al de lo popular y se hizo copla flamenca...
Las poesías españolas (en castellano, en catalán y en gallego) penden –como las uvas de un racimo– de aquel Renacimiento que, aunque eso sólo salga de pasada e infrecuentemente, tuvo a Andalucía por centro. En algún momento habría que comenzar a enseñar todo ello al resto de esta España descabalada y a su porción más presuntuosa.
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