Los cauces del Pancrudo, el Jiloca o el Huerva han hecho de las tierras turolenses campos ondulados donde el crecen el matorral, el tomillo y la jara. Sembrados de cereal entre los cuales aparece, de vez en vez, algún pueblo preñado de secretos y de leyendas. Estas brotan de labio de los viejos. Aquellos, acaso, puedan leerse en el viejo ladrillo mudéjar de sus campanarios.
El largo proceso de la Reconquista castellana, desarrollado a lo largo de diez siglos y culminado totalmente con la toma de Granada en 1492, no fue, contra todo lo que pueda parecer, un suceso radical y separatista. De hecho, los cientos de años empleados en la liberación de la península de la éjida árabe permitió que los periodos de paz y de guerra se alternaran con profusión e, incluso, de tal modo, que ambas culturas lograron una imbricación difícil de dilucidar.
Así, cuando las huestes cristianas conseguían liberar algún lugar, muchos musulmanes permanecían en él, obteniendo por parte de los nuevos conquistadores el beneplácito para conservar religión y costumbres. Sólo la existencia de una provocación concreta por alguna de las dos partes interrumpía una convivencia pacífica y reglamentada, en la cual los mudéjares ocupaban barrios diferenciados –aljamas– donde se regían por sus propias leyes, siempre sometidas a la aprobación del rey o del señor cristiano del cual dependían. A cambio, los árabes aceptaban ser tratados como vasallos y, como tales, pagaban tributos y ejercían sus oficios de siempre. Sólo la religión y la vestimenta les diferenciaba de la población cristiana.
Por el contrario, los cristianos se vieron en la necesidad de contar con la población musulmana para evitar el despoblamiento y, por ende, el empobrecimiento de los territorios recién conquistados. Tal relación de necesidad, tuvo su mejor reflejo cuando los cristianos decidieron construir sus propios templos y palacios, como impronta de su dominio, una vez que abandonaron la utilización de los edificios originales musulmanes.
Para ello, los nuevos conquistadores tuvieron que contratar a musulmanes, pues, entre los que decidieron permanecer en sus hogares, existían excelentes arquitectos que se encargaron de levantar edificios civiles y templos cristianos. Para ello, adaptaron las formas románicas, pero con materiales más pobres como el ladrillo, la madera o la cerámica.
En este contexto, Aragóny, más concretamente, los alrededores del valle del Jiloca, agrupa una de las formas más características de arte mudéjar o mudayyan. En esa zona, desde el siglo XII hasta el XVI, la convivencia entre cristianos y musulmanes fue buena y se conoció una etapa floreciente. De hecho, cuando en 1502, los Reyes Católicos impusieron el decreto de expulsión fueron los mismos señores cristianos los que se opusieron a su cumplimiento, pues un éxodo masivo de musulmanes significaba el abandono de los cultivos y un empobrecimiento generalizado. Así que las mezquitas continuaron abiertas hasta 1525, fecha en que los mudéjares pasaron a ser moriscos gracias a su conversión forzosa al cristianismo.
Desde Calamocha
Los alrededores del turolense Jiloca, guardan el eterno recuerdo de los siglos, cuando estas tierras fueron trabajadas por un pueblo sometido. Porque sometido es lo que significa el término mudéjar, procedente de la voz árabe mudayyan. La comarca del Jiloca guarda humildes parroquias en las que se adaptaron las formas románicas y góticas a las costumbres y los recursos técnicos de sus autores musulmanes.
Calamocha es el inicio de la ruta por el Valle del Jiloca. Su primitivo entramado urbano aún es reconocible, en las cercanías del cauce del río a cuyo alrededor creció la villa. Entre el conjunto de irregulares calles, destaca la iglesia dedicada a la Asunción, edificio de grandes dimensiones que preside la plaza donde también se encuentra el ayuntamiento. El campanario tiene particulares rasgos distintivos, pues no fue creado como tal, sino que para la actual función se aprovechó la torre del desaparecido castillo de Calamocha. En los muros, se abrieron los imprescindibles huecos que debían sostener las campanas, pero, en compensación, se respetó el adarve exterior, un estrecho pasillo que permite rodear la construcción.
A los pies de la iglesia, levantada entre los siglos XVI y XVII, se encuentran el Convento de la Concepción y varias casas-palacio. El primero aún mantiene una pequeña congregación de monjas de clausura. A ellas, o más en concreto, a la madre superiora es a la que se debe solicitar el imprescindible permiso para visitar la cuidada y recoleta capilla del convento. Su interior guarda una talla en madera de un ecce homo que posee su propia leyenda.
Según se cuenta, un mercader medieval alcanzó la ciudad de Calamocha llevando en las alforjas de su mula la citada talla de Jesús. Antes de dirigirse al mercado para venderlo, el comerciante se acercó hasta el convento con intención de ofrecérselo a las religiosas. Sin embargo, éstas no pudieron hacer frente al elevado precio exigido por el mercader que, sin cerrar el acuerdo, intentó llevar, ahora sí, la mula hasta el mercado. Pero ésta se negó a abandonar el patio que sirve como entrada al convento. Sólo cuando el mercader se decidió a regalar la escultura a las religiosas, la mula accedió a salir de buen grado del lugar.
Si la leyenda no deja de ser atractiva, aún menos lo es el trabajo realizado por el desconocido artista, quién se preocupó de tallar el interior de la garganta del busto y utilizó auténticas uñas humanas para decorar las manos. De éstas, aún se conservan la mayor parte.
El Santuario de la Silla
Tras abandonar Calamocha, la carretera lleva hasta Navarrete del Río, sito en el valle del Pancrudo. El paisaje alterna suaves laderas, cubiertas de matorral o totalmente desnudas, con la frescura que emana desde la vega del río. De forma parecida, en el pueblo, el templo combina la piedra y el ladrillo y las formas mudéjares hacen buena la primera para pasar a ocupar, sobre todo, el campanario. En él, se aprecia un delicado trabajo ornamental, capaz de combinar los temas y las técnicas de la más pura tradición mudéjar con otros nuevos de procedencia renacentista y manierista de clara raíz cristiana. Destacan, por ello, los recuadros que albergan cruces.
Más allá, Cutanda ofrece su nombre a viejas batallas caídas en el olvido. El pueblo escala una suave loma recuadrada de sembrados sobre los que sobresalen los escasos restos de un antiguo castillo. La aldea sirve de preludio para la torre de Olalla, pueblo viejo cuya iglesia se alza con el dudoso honor de ser la decana entre los campanarios mudéjares de la zona. No obstante, la vista se dirige, inevitablemente, hacia la altanera torre que marca el lugar donde se construyó y no se conservó el edificio de la antigua iglesia. El cuerpo conforma un perfecto octógono resaltado por contrafuertes en los ángulos y vanos de arcos de medio punto doblados. Destacan, asimismo, los grandes paños preñados de rombos que llenan profusamente la parte alta del cuadrado cuerpo inferior y el primer piso.
La carretera sesea por el puerto de Fonfría, hasta alcanzar 1.470 metros de altura flanqueados por bosques de pino y de rebollo. Son metros de frescor, de silencio levemente interrumpido por el canto de los pájaros. El alto da nombre al pequeño municipio de Fonfría, aunque el tamaño no impide que la iglesia parroquial de San Miguel presuma de poseer una rareza tal como un púlpito del más puro estilo rococó.
En estos parajes, el río Jiloca deja paso al Huerva, cuyos inicios brotan cerca del santuario dedicado a la Virgen de la Silla, edificio de difícil determinación en el cual se aprecian claros rasgos de modernidad exterior. El santuario precede, una vez superado Bea, al pueblo de Lagueruela, cuyas calles descienden abruptas y estrechas. La población está construida sobre las faldas de un inesperado cerro por el cual serpentea un vía crucis que lleva hasta una ermita diseñada sobre planta trebolada y dedicada al Santo Sepulcro. La cima guarda los restos de dos torreones pertenecientes a la antigua fortaleza que se enseñoreaba del lugar y que fue protagonista de varias batallas medievales..
Tras Lagueruela, se dibuja la esbelta torre barroca de Ferreruela, que retoma los pasos hacia el Jiloca. La proximidad del húmedo cauce provoca el retorno de encinares y carrascales, al tiempo que las colinas se pueblan de vides y de cerezos. Hermoso preludio vegetal para el altivo campanario de Burbáguena y su conjunto de casas señoriales edificadas entre los siglos XVI y XVII. Inicio del fin de interesante viaje, que, en Luco de Jiloca, olvida los rasgos mudéjares y camina un poco más hacia atrás, hacia el sencillo puente romano que decora el paraje natural de la ribera.
Más allá, tan sólo resta Daroca.
La ciudad de los corporales
Daroca es conocida como la Ciudad de los Corporales, pues, en ella, se dice que tuvo lugar un milagro de época medieval que influyó en la instauración de la fiesta del Corpus Christi. Sus orígenes, sin embargo, son más antiguos, pues es heredera de la plaza fuerte de Daruqa, clara fundación musulmana del año 831 que Alfonso el Batallador fue capaz de conquistar allá por el 1122.De aquella época, Daroca ha sabido conservar prácticamente íntegra su amplísima e impresionante muralla que se abre en varias entradas no exentas de preciosismo, como la Puerta Baja. Otro tanto sucede con los torreones que se suceden cada cierta longitud. La obra que hoy se puede contemplar, aunque es aprovechamiento de otra anterior, procede de los siglos XIV al XVI.
La ciudad es lugar de casonas nobles, sobre todo, a lo largo de la Calle Mayor que atraviesa todo el casco urbano uniendo las dos puertas principales de la muralla y que fueron levantandas entre los siglos XIV al XVIII.
No obstante, el monumento más destacado es la iglesia colegial de Santa María, sita en la Plaza de España. De estilo gótico-renacentista (siglo XVI), conserva algunos elementos de una construcción de tiempo anterior, como sucede con la hermosa Puerta del Perdón, originaria del siglo XIV; la torre, construida aprovechando otra mudéjar del siglo XIII; dos de los ábsides y la llamada Capilla de los Corporales, auténtica cabecera del primitivo templo románico. De la obra actual, destacan sus tres naves con capillas instaladas entre los contrafuertes, un excelente órgano y el interesante Museo Parroquial que alberga obras de los primeros maestros aragoneses.
No son desmerecedoras de una visita la iglesia dedicada a San Juan, la de San Miguel y la de Santo Domingo, todas ellas edificadas en el siglo XIII y de diversos estilos, capaces de mezclar románico y mudéjar en distintas medidas. Daroca, además, cuenta con varios conventos y una ermita rupestre bajo la advocación de Nuestra Señora de Nazaret muy cerca del castillo.
Cómo llegar
Partiendo de Calatayud o Daroca, la carretera N-234 alcanza Báguena y, más adelante, Calamocha. Estas y Luco de Jiloca se situán en la misma vía. Desde Calamocha, se accede a la TE-101 que lleva a Navarrete del Río. Aquí, un desvío lleva a Cutanda por la TE-112 hasta Fonfría, donde se inicia el regreso por la TE-1110 hasta Báguena.
Es posible realizar el itinerario a la inversa, para lo cual se debe dejar la N-234 en Báguena y penetrar en el Valle del Jiloca por la TE-1110.
En ambos casos el itinerario visita las poblaciones de Calamocha, Navarrete del Río, Cutanda, Olalla, Fonfría, Bea, Lagueruela, Ferreruela de Huerva, Báguena y Luco de Jiloca.
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