Estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos, en Francia, Guadalupe, India, Rusia o China, he aquí las dos razones que nos obligan a desear que Barack Obama supere los inmensos y audaces retos que tiene planteados.
La primera es que su victoria electoral constituye por sí sola un avance para toda la humanidad. Tanto -y puede que más- como la libre decisión de seis naciones europeas, en 1957, de unir su suerte para construir una unión supranacional que puso fin a una larga historia de guerras, conquistas y enfrentamientos entre potencias imperiales, y de adoptar, más tarde, una moneda común, hoy irreemplazable.
Tanto -si no más- como las decisiones del Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII en septiembre de 1962 y, especialmente, tanto como la declaración Nostra Aetate del Papa Pablo VI, que afirmaba que "ni los judíos de los tiempos de Cristo ni los de hoy pueden ser considerados más responsables de la muerte de Jesús que los mismos cristianos" (esta afirmación sería cuestionada más tarde por los cardenales integristas a los que el Papa Benedicto XVI levantaba la excomunión recientemente). No puedo por menos que mencionar también la incitación al arrepentimiento del gran Juan Pablo II, la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 y la creación del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.
El gran avance de la victoria de Obama ha sido conseguir que los herederos de los esclavistas condenen los pecados del esclavismo y el racismo, que creíamos imborrables, al tiempo que conserva lo mejor que tiene la nación norteamericana, la democracia, y promete abolir lo peor: el arrogante reinado de la desigualdad.
La segunda razón para nuestra movilización en torno a Barack Obama puede resumirse en la siguiente constatación: si hacemos recuento de los problemas más acuciantes del planeta (crisis financiera, económica y social, dependencia del petróleo, rivalidad entre Rusia y China, control de la energía nuclear, calentamiento...) y si, por otra parte, hacemos balance de los conflictos en curso, una vez más no encontraremos, en este siglo XXI recién comenzado, sino una sola nación capaz de intervenir en todos ellos: Estados Unidos.
Por supuesto, ya no es una hiperpotencia, ni reina en solitario en sus antiguas áreas de influencia, sino que tiene que adaptarse a un mundo multipolar y multicultural.
Con todo y con ello, Estados Unidos sigue siendo una potencia insoslayable en cada una de las grandes cuestiones que acabo de mencionar.
Y ahora tenemos la suerte de contar a la cabeza de esa gran nación con un hombre y un equipo liberados de la misión evangelizadora e intervencionista de sus predecesores, cuya política estaba lastrada por sus asombrosos prejuicios ideológicos. En suma, lo que nos hace mantener la esperanza es que ya no hay un ideólogo en la Casa Blanca. Barack Obama se muestra tan cuidadoso de no serlo que, para reforzar su pragmatismo y su lucidez, a veces pesimista, se conforma con invocar esos valores tradicionales que, desde los días de Lincoln, vienen siendo los de Estados Unidos.
Barack Obama ha superado uno a uno, y casi siempre con éxito, los obstáculos de esa carrera que le ha sido impuesta y de la que hizo una imponente síntesis el 25 de febrero en su último discurso ante el Congreso. Lo que admiro en sus respuestas es que siempre renuncia a cerrar puertas. Como si, ante cada cuestión, tuviese la intención de dejar un margen muy amplio a la negociación, al tiempo que da a entender discretamente que, si fuera necesario, sabría responder a la intransigencia del adversario. En resumen, la política exterior de la nación más poderosa del globo me parece prudente y lúcida al mismo tiempo.
Máxime teniendo en cuenta que Obama ha decidido no simplificarse la vida y hacer del conflicto en Oriente Próximo una prioridad. En un momento en el que de lo único que se habla es del naufragio de la industria automovilística norteamericana y del posible conflicto con Irán, ha pedido a sus colaboradores que no se resignen a dejar que la incapacidad para imponer un acuerdo a israelíes y palestinos envenene las relaciones con los árabes y el conjunto de las sociedades musulmanas. En suma, quiere evitar ese choque de civilizaciones cuya síntesis encarna.
Obama no ha escatimado en gestos; primero dirigiéndose al mundo musulmán y, a continuación, al presidente de la Autoridad Palestina. ¿Cómo ayudar al presidente norteamericano a triunfar sobre la obsesión por la seguridad de los nuevos dirigentes israelíes y sus aliados estadounidenses? La que ahora comienza es una partida muy delicada. El ejemplo lo constituye la cumbre reunida el 2 de marzo en Sharm el-Sheikh, Egipto, gracias a una afortunada iniciativa de Francia y la Unión Europea. Se trataba de reunir una suma de unos 2.000 millones de euros para reconstruir Gaza. Pero, para eso, era necesario que Hamás y la Autoridad Palestina se coaligasen en un Gobierno de unidad nacional y que los israelíes aceptasen levantar el bloqueo de la frontera. Hillary Clinton, presente en la cumbre, comprendió que todo el mundo contaba con ella para conseguirlo, es decir, con Barack Obama y Estados Unidos.
La prioridad otorgada al conflicto es tanto más oportuna cuanto que estamos asistiendo a una progresión del antisemitismo en el mundo musulmán. El Estado de Israel nació para conjurar el antisemitismo occidental y cristiano que contaba con ya dos milenios de antigüedad y había desembocado en el horror de la Soah. Sin embargo, ha conseguido que renazca en las sociedades musulmanas, que habían permanecido completamente ajenas a esta tragedia.
Dado que las poblaciones de origen musulmán establecidas en Europa se muestran ahora ampliamente solidarias con los palestinos, las incidencias del conflicto israelo-palestino son cada vez más preocupantes. Por otra parte, con ello no hacen otra cosa que reflejar -a veces de forma excesiva- la opinión pública de sus países de adopción.
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