domingo, 22 de abril de 2018

Los rohinyás viven mirando al cielo

Bangladesh,22/04/2018,lavanguardia.com,CRISTINA SOLÍAS


Refugiados rohinyás, en el campo de Cox’ Bazar, después de haber tenido que huir de la persecución de las tropas birmanas (RICARD GARCIA VILANOVA)

Cuando la lluvia llama se remueven los muertos”, decía Miguel Hernández. No obstante, en los campos de refugiados rohinyás de Cox’s Bazar (Bangladesh), la estación de lluvias turbará hasta a los vivos. Mohamed Firaz, de 42 años, es maji , uno de los portavoces de las familias que se hacinan en las colinas del campo de Kutupalong. Atrás dejó una cómoda vida en Maungdaw (Birmania), donde poseía 100 hectáreas de terreno, decenas de cabras, vacas y aves de corral. Hace siete meses que soldados, policías y monjes birmanos le incendiaron la casa con tres granadas y en un momento lo perdió todo, menos la vida. Además han limpiado su huella.

“Encima de mi casa están construyendo un hogar para monjes budistas –explica–. Están trasladando gente de otras zonas de Birmania para que ocupen nuestras tierras y no podamos volver jamás”.

Mohamed se lleva una hoja de betel a la boca que enseguida le tiñe los dientes de rojo. Mientras masca esta adictiva mezcla de tabaco, nuez y cal se queda absorto en sus pensamientos. Viste una impecable camisa blanca y el l ungui tradicional, una especie de pañuelo que, a modo de falda, le cae hasta los tobillos. Lo devuelven a la realidad las piedras que se desprenden de la yerma pared de barro cuando alguien anda por el caminito que lleva a la tienda.

“Estamos asustados porque Bangladesh es un país propenso a los ciclones –dice–. Cuando empiecen las lluvias en mayo podemos tener inundaciones y caerán las casas que están en lo alto de las laderas”.

Su llegada masiva y apresurada en septiembre (más de 700.000 personas en pocas semanas) hizo que las familias se asentaran en las colinas de forma totalmente desordenada. Talaron los árboles y la vegetación que servía de alimento para los elefantes y el ganado, arrancaron las raíces que sujetaban la tierra para cavar canales y construir chozas de bambú cubiertas de plásticos y lonas. Y sin pensar en las consecuencias, dejaron el subsuelo tan despojado que a las primeras lluvias se deshará como un castillo de arena.

Las oenegés también advierten de las consecuencias psicológicas que puede conllevar una nueva catástrofe para un pueblo que aún no se ha sobrepuesto a la violencia y a la traumática huida de sus hogares.

Los más pequeños todavía trazan helicópteros, soldados birmanos que les quieren hacer daño y familiares muertos en sus dibujos. “No les gusta pintar con el color rojo porque en Birmania vieron demasiada sangre. Estamos trabajando para que entiendan que aquí pueden usar todos los colores, que no hay nada que temer porque están seguros”, dice Keya, monitora de uno de los espacios de Save the Children en el campo de Kerantoli.

También los adultos arrastran sus fantasmas, aunque los especialistas lamentan que es muy complicado tratar trastornos de salud mental con la comunidad rohinyá porque, mayoritariamente analfabeta, rechaza la ayuda al pensar que los quieren tratar de locos. “Los síntomas son alucinaciones, adicciones, lloran sin saber por qué, no pueden dormir, tienen pesadillas, flashbacks, enojos sin motivos”, describe el doctor Safirenale, de la oenegé Médicos del Mundo.

De su consulta sale Nur Mohamed, de 65 años. Comenta que ver al doctor le hace sentirse mejor. Mientras se acaricia una larga perilla blanca, a juego con la chilaba y el gorro islámico, accede a contar qué ha explicado en la sesión de hoy con el médico: “Desde hace un mes no puedo dormir. Vi cómo mataban a mi suegro y a once familiares más en su casa. Ahora sueño que estoy hablando con mis amigos cuando de pronto nos disparan y acaban todos muertos”.

La fe de esta minoría musulmana ha sido una aliada de los psicólogos, como explica Juliana Puerta, especialista sobre el terreno de Médicos Sin Fronteras. “El hecho de tener una rutina de oración, un Dios al que ampararse, les da unos recursos impresionantes. No te explicas cómo están tan serenos después de haber perdido a gran parte de su familia. Además, si han tenido pensamientos suicidas no los llevan a cabo porque Alá no se lo perdonaría”.

Y se muestra preocupada por si una nueva tragedia cae ahora del cielo. “Las lluvias que se esperan son experiencias postraumáticas potenciales. Habrá personas muy vulnerables a las que les puede servir como detonante para malestares superiores a las pesadillas y a los recuerdos intrusivos que les acechan. Sin embargo, también es cierto que las personas que ya han estado expuestas a situaciones límite cuentan con más recursos para afrontar nuevas adversidades”.

El Gobierno de Bangladesh ha encontrado una polémica solución para 100.000 rohinyás: los trasladará a la isla de Bashan Char. El nombre no es casual, si no más bien premonitorio. Significa “isla flotante”, porque precisamente emergió en el año 2005 fruto de la acumulación de sedimentos, a pocos quilómetros mar adentro de Chittagong, en la bahía de Bengala.

Cuentan los pescadores que es una zona propensa a los ciclones e inundaciones por las mareas. Hasta hace dos años no la pisaban porque era tierra de piratas, que la usaban para esconder a sus rehenes mientras negociaban los rescates. Ahora, en cambio, está bajo el control del ejército de Bangladesh, que supervisa las frenéticas tareas de construcción para que esté lista antes de que empiece la época de lluvias, a finales de este mes de abril.

Lo primero que se avista de la isla son una cincuentena de barcos que descansan atracados en su costa. Demasiados para un islote de ocho kilómetros de largo por cuatro de ancho, hasta ahora inhabitado porque no cuenta ni con agua potable ni tiene posibilidades de cultivo. A menos distancia se distinguen distintas hileras de hombres que cargan pesados bultos sobre sus cabezas. Trajinan sin descanso materiales desde los barcos hacia el interior de la isla, donde dejan paso a excavadoras, tractores y camiones.

Sharif Uddin es encargado de una empresa, y hace casi tres meses que trabaja en la isla junto a cerca de medio millar de personas más. Explica que están construyendo hogares para los rohinyás. “Mi empresa edificará 45 casas, pero hay una treintena de compañías más con el mismo encargo. También extranjeras. En total serán unas 1.400 viviendas y 120 refugios para ciclones”.

Dice estar orgulloso de lo que su Gobierno está haciendo por estos refugiados, y asegura que las casas que están levantando son mejores que la suya. No obstante, también admite que están construyendo las casas varios metros sobre el suelo previendo posibles inundaciones.

Sharif lo cuenta a oscuras a bordo de la última embarcación de madera que ha zarpado de Bashan Char a la caída del sol. Navega con mar tranquilo rumbo a la costa oriental de Bangladesh. A lo largo de las cuatro horas de trayecto nocturno, el sonido constante del motor acaba engullido por el de las olas, que mecen el barco de forma acompasada, como si quisieran acunar a los trabajadores que se han acomodado en la cubierta.

Los rumores sobre la isla ya han llegado a los campos de Cox’s Bazar. Oficialmente el Gobierno de Dacca ha reconocido que los rohinyás que se trasladen a Bashan Char sólo podrán salir de la isla para volver a su Birmania natal o si reciben asilo de un tercer país. En ningún caso tendrían acceso a la nacionalidad y, aunque niegan que se trate de un campo de concentración, admiten las restricciones de movimiento de la minoría musulmana.

Hazi Mahdubul Bashar, de 68 años, que se ha refugiado en Bangladesh por segunda vez en su vida (la primera fue en 1978), lo tiene claro: “Nos quieren encerrar en la isla pero no queremos ir. Si nos obligan, nos suicidaremos”.

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