Madrid,2009-04-30,El País, GEMA MARTÍN MUÑOZ
En este mes de abril se cumplen exactamente 400 años del decreto de expulsión de los moriscos españoles firmado por Felipe III. Es éste un episodio trascendental en la historia de España, cuya realidad pasada no debe escapársenos para hacer una lectura actual. Aquella experiencia de intolerancia, fanatismo y racismo sociocultural y religioso está escasamente presente en nuestra memoria colectiva e histórica. Por ello, junto a la de los judíos, esta otra expulsión, cuantitativamente mayor pero menos divulgada, ha de ser recuperada para la memoria como algo que nunca debería volver a ocurrir. Este abril de 2009 en que se cumple su IV centenario brinda pues la ocasión para crear una nueva conciencia y sensibilidad sobre esas oscuras páginas de nuestro pasado.
Desde la toma de Granada, la ideología oficial española se vio dominada por la contraposición entre el cristiano y el moro. Lo ajeno se definía como musulmán y extranjero de acuerdo con el concepto de unidad, es decir, homogeneidad cultural y religiosa, que la nueva España católica instauraba. El morisco antes de ser definitivamente expulsado en el siglo XVII fue discriminado y perseguido, o víctima propiciatoria de todos los males que afectaban al país. Como escribía Juan Goytisolo en sus Crónicas Sarracinas, “el enemigo musulmán se convirtió durante siglos en una suerte de revulsivo destinado a cohesionar los esfuerzos de una cristiandad que, en virtud de la cercanía y empuje de aquél, se sentía directamente amenazada”.
Descendientes de los andalusíes musulmanes que los Reyes Católicos forzaron a la conversión cristiana para poder seguir viviendo en su país, esta minoría siguió siendo vista con sospecha y definida como “inasimilable”. Los moriscos se consideraban a sí mismos españoles en un sentido amplio y profundo, pero la sociedad hizo de ellos una minoría marginada y perseguida porque se dudaba de su fidelidad hispana y sinceridad cristiana. La pervivencia de costumbres, tradiciones, modos lingüísticos y una literatura aljamiada (castellano escrito con grafía árabe), en lugar de considerarse como uno más de los ricos regionalismos culturales existentes en los diversos reinos españoles, se valoró como la expresión de una quinta columna amenazadora y extraña a una españolidad liderada por un aparato represor inquisitorial.
La expulsión no fue un hecho exigido por la dinámica interna de nuestra historia, ni ocurrió como consecuencia de una presunta fatalidad histórica. Fue un acto de odio civilizacional y religioso, liderado por la propia esposa del monarca, Margarita de Austria, algunos consejeros del rey que les consideraban un peligro militar y para la seguridad, por los fanáticos de la pureza de sangre y por ciertas personalidades eclesiásticas, como el arzobispo de Valencia Juan de Ribera, si bien el Papa, Paulo V, no aprobó la expulsión y aconsejó que se continuase su catequización.
Entre las exageraciones de la escuela minimalista y maximalista, la opinión historiográfica más consensuada habla de 300.000 expulsados, más unos 10.000 o 12.000 muertos en el proceso de destierro, lo que equivalía más o menos a un 4% de la población total española. Este porcentaje tenía, además, un gran valor cualitativo porque en su mayoría constituía una población activa muy laboriosa que dominaba como ninguna otra las artes agrícolas, el uso del agua y aportaba importantes dividendos a las arcas estatales y de los nobles terratenientes.
De ahí que las consecuencias demográficas y económicas de su expulsión fueran graves y en algunos casos catastróficas (como en los reinos de Valencia y Aragón, donde constituían la tercera y sexta parte de la población, respectivamente), y en general una pérdida sustancial de vitalidad económica y demográfica para España.
Fue, sin duda, un factor de peso, aunque no el único, en la aguda recesión española del siglo XVII. Esta preocupación material y práctica, junto a otras circunstancias de tipo humanitario, motivó resistencias y desacuerdos con la decisión de la expulsión, dándose intentos de evitarla o no cumplirla. Calcular cuántos se quedaron o incluso volvieron clandestinamente tras la expulsión ha sido muy difícil de evaluar. No obstante, existen fuentes documentales suficientes para considerar que el componente morisco no desapareció en España a consecuencia de la expulsión.
Los moriscos españoles se desperdigaron por el Mediterráneo, e incluso por el continente americano y el África subsahariana (como Yuder Pachá, originario de Almería, y cuya influencia política y cultural llegó hasta Tombuctú), pero donde sin duda se instaló la mayor parte fue en la costa magrebí (Marruecos, Argelia y Túnez). Allí llevaron su rico componente cultural español, su sabiduría agrícola y ganadera, su patrimonio artístico, sus apellidos hispanos, y sus huellas quedan hasta hoy día visibles.
Sin embargo, su adaptación no fue fácil. El desarraigo y las dificultades para acostumbrarse a un mundo muy distinto del que venían les llevó tiempo y esfuerzo. Y no siempre fueron bien recibidos. Ellos eran españoles, y su lengua, costumbres, modo de vida e incluso práctica religiosa (unos se habían convertido en verdaderos cristianos y los que habían conservado secretamente su vínculo con la fe islámica la practicaban de manera más simple o imperfecta) distaban mucho del medio norteafricano al que llegaban deportados.
Una experiencia que, en conclusión, nos muestra el sufrimiento humano que la intolerancia puede generar cuando se esencializa colectivamente, para demonizarlo, a todo un grupo social, étnico o religioso; cuando se le erige en un “otro” global amenazante y se le deshumaniza para poder desembarazarse de él sin preocupaciones éticas ni humanitarias.
Como decía recientemente el escritor José Manuel Fajardo, “el Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos debería jugar el mismo papel que desempeñó en 1992 la conmemoración de la expulsión de los judíos: una ocasión para reconciliar a la sociedad española con su propia Historia” (EL PAÍS, 2 de enero de 2009). Y, más aún, cuando en los momentos actuales se experimenta un proceso creciente de desencuentro entre lo islámico y lo occidental, reproduciéndose estereotipos y prejuicios que recuerdan cómo se construyen discursos en torno a la incompatibilidad, la inasimilación y la amenaza, que después pueden justificar discriminaciones, exclusiones e intolerancias colectivas.
En la actualidad, entre los “miedos sociales” que se han ido extendiendo en los países occidentales la figura del “musulmán” se encuentra como una de las más prominentes. En consecuencia, las opiniones públicas y el sentimiento social se han centrado en la necesidad de defenderse “preventivamente” de la presencia de musulmanes en nuestro suelo.
Así, desde 2002, y de manera creciente, todas las encuestas sociológicas, nacionales e internacionales, muestran un sentimiento de rechazo hacia los musulmanes y una estrecha vinculación entre terrorismo e inmigración musulmana. Un factor muy significativo es el hecho de que los partidos de extrema derecha que se van arraigando en los diferentes países europeos han evolucionado desde sus posiciones globales xenófobas a especializarse en un discurso explícitamente antimusulmán. Con ese discurso promueven los sentimientos islamófobos a la vez que, a diferencia de la xenofobia global, lo filtran con más legitimación social, apoyándose en los prejuicios e imaginarios negativos con respecto al islam y los musulmanes. Los riesgos, pues, de intolerancia colectiva contra la identidad musulmana por lo que es y no por lo que algunos de sus individuos hacen, sin que representen al todo, nos puede llevar a situaciones de exclusión, intolerancia y racismo.
Por ello, nuestros moriscos, y su tragedia, pueden aún rendir un inapreciable servicio simbólico a favor de la recuperación de la memoria y la comprensión de las consecuencias humanas que representan las indeseables demonizaciones colectivas que ha vivido nuestra historia.
Gema Martín Muñoz es directora general de Casa Árabe.
Islam España es el portal del islam en lengua española , un proyecto de futuro para la convivencia,la cooperación y el diálogo.
En este mes de abril se cumplen exactamente 400 años del decreto de expulsión de los moriscos españoles firmado por Felipe III. Es éste un episodio trascendental en la historia de España, cuya realidad pasada no debe escapársenos para hacer una lectura actual. Aquella experiencia de intolerancia, fanatismo y racismo sociocultural y religioso está escasamente presente en nuestra memoria colectiva e histórica. Por ello, junto a la de los judíos, esta otra expulsión, cuantitativamente mayor pero menos divulgada, ha de ser recuperada para la memoria como algo que nunca debería volver a ocurrir. Este abril de 2009 en que se cumple su IV centenario brinda pues la ocasión para crear una nueva conciencia y sensibilidad sobre esas oscuras páginas de nuestro pasado.
Desde la toma de Granada, la ideología oficial española se vio dominada por la contraposición entre el cristiano y el moro. Lo ajeno se definía como musulmán y extranjero de acuerdo con el concepto de unidad, es decir, homogeneidad cultural y religiosa, que la nueva España católica instauraba. El morisco antes de ser definitivamente expulsado en el siglo XVII fue discriminado y perseguido, o víctima propiciatoria de todos los males que afectaban al país. Como escribía Juan Goytisolo en sus Crónicas Sarracinas, “el enemigo musulmán se convirtió durante siglos en una suerte de revulsivo destinado a cohesionar los esfuerzos de una cristiandad que, en virtud de la cercanía y empuje de aquél, se sentía directamente amenazada”.
Descendientes de los andalusíes musulmanes que los Reyes Católicos forzaron a la conversión cristiana para poder seguir viviendo en su país, esta minoría siguió siendo vista con sospecha y definida como “inasimilable”. Los moriscos se consideraban a sí mismos españoles en un sentido amplio y profundo, pero la sociedad hizo de ellos una minoría marginada y perseguida porque se dudaba de su fidelidad hispana y sinceridad cristiana. La pervivencia de costumbres, tradiciones, modos lingüísticos y una literatura aljamiada (castellano escrito con grafía árabe), en lugar de considerarse como uno más de los ricos regionalismos culturales existentes en los diversos reinos españoles, se valoró como la expresión de una quinta columna amenazadora y extraña a una españolidad liderada por un aparato represor inquisitorial.
La expulsión no fue un hecho exigido por la dinámica interna de nuestra historia, ni ocurrió como consecuencia de una presunta fatalidad histórica. Fue un acto de odio civilizacional y religioso, liderado por la propia esposa del monarca, Margarita de Austria, algunos consejeros del rey que les consideraban un peligro militar y para la seguridad, por los fanáticos de la pureza de sangre y por ciertas personalidades eclesiásticas, como el arzobispo de Valencia Juan de Ribera, si bien el Papa, Paulo V, no aprobó la expulsión y aconsejó que se continuase su catequización.
Entre las exageraciones de la escuela minimalista y maximalista, la opinión historiográfica más consensuada habla de 300.000 expulsados, más unos 10.000 o 12.000 muertos en el proceso de destierro, lo que equivalía más o menos a un 4% de la población total española. Este porcentaje tenía, además, un gran valor cualitativo porque en su mayoría constituía una población activa muy laboriosa que dominaba como ninguna otra las artes agrícolas, el uso del agua y aportaba importantes dividendos a las arcas estatales y de los nobles terratenientes.
De ahí que las consecuencias demográficas y económicas de su expulsión fueran graves y en algunos casos catastróficas (como en los reinos de Valencia y Aragón, donde constituían la tercera y sexta parte de la población, respectivamente), y en general una pérdida sustancial de vitalidad económica y demográfica para España.
Fue, sin duda, un factor de peso, aunque no el único, en la aguda recesión española del siglo XVII. Esta preocupación material y práctica, junto a otras circunstancias de tipo humanitario, motivó resistencias y desacuerdos con la decisión de la expulsión, dándose intentos de evitarla o no cumplirla. Calcular cuántos se quedaron o incluso volvieron clandestinamente tras la expulsión ha sido muy difícil de evaluar. No obstante, existen fuentes documentales suficientes para considerar que el componente morisco no desapareció en España a consecuencia de la expulsión.
Los moriscos españoles se desperdigaron por el Mediterráneo, e incluso por el continente americano y el África subsahariana (como Yuder Pachá, originario de Almería, y cuya influencia política y cultural llegó hasta Tombuctú), pero donde sin duda se instaló la mayor parte fue en la costa magrebí (Marruecos, Argelia y Túnez). Allí llevaron su rico componente cultural español, su sabiduría agrícola y ganadera, su patrimonio artístico, sus apellidos hispanos, y sus huellas quedan hasta hoy día visibles.
Sin embargo, su adaptación no fue fácil. El desarraigo y las dificultades para acostumbrarse a un mundo muy distinto del que venían les llevó tiempo y esfuerzo. Y no siempre fueron bien recibidos. Ellos eran españoles, y su lengua, costumbres, modo de vida e incluso práctica religiosa (unos se habían convertido en verdaderos cristianos y los que habían conservado secretamente su vínculo con la fe islámica la practicaban de manera más simple o imperfecta) distaban mucho del medio norteafricano al que llegaban deportados.
Una experiencia que, en conclusión, nos muestra el sufrimiento humano que la intolerancia puede generar cuando se esencializa colectivamente, para demonizarlo, a todo un grupo social, étnico o religioso; cuando se le erige en un “otro” global amenazante y se le deshumaniza para poder desembarazarse de él sin preocupaciones éticas ni humanitarias.
Como decía recientemente el escritor José Manuel Fajardo, “el Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos debería jugar el mismo papel que desempeñó en 1992 la conmemoración de la expulsión de los judíos: una ocasión para reconciliar a la sociedad española con su propia Historia” (EL PAÍS, 2 de enero de 2009). Y, más aún, cuando en los momentos actuales se experimenta un proceso creciente de desencuentro entre lo islámico y lo occidental, reproduciéndose estereotipos y prejuicios que recuerdan cómo se construyen discursos en torno a la incompatibilidad, la inasimilación y la amenaza, que después pueden justificar discriminaciones, exclusiones e intolerancias colectivas.
En la actualidad, entre los “miedos sociales” que se han ido extendiendo en los países occidentales la figura del “musulmán” se encuentra como una de las más prominentes. En consecuencia, las opiniones públicas y el sentimiento social se han centrado en la necesidad de defenderse “preventivamente” de la presencia de musulmanes en nuestro suelo.
Así, desde 2002, y de manera creciente, todas las encuestas sociológicas, nacionales e internacionales, muestran un sentimiento de rechazo hacia los musulmanes y una estrecha vinculación entre terrorismo e inmigración musulmana. Un factor muy significativo es el hecho de que los partidos de extrema derecha que se van arraigando en los diferentes países europeos han evolucionado desde sus posiciones globales xenófobas a especializarse en un discurso explícitamente antimusulmán. Con ese discurso promueven los sentimientos islamófobos a la vez que, a diferencia de la xenofobia global, lo filtran con más legitimación social, apoyándose en los prejuicios e imaginarios negativos con respecto al islam y los musulmanes. Los riesgos, pues, de intolerancia colectiva contra la identidad musulmana por lo que es y no por lo que algunos de sus individuos hacen, sin que representen al todo, nos puede llevar a situaciones de exclusión, intolerancia y racismo.
Por ello, nuestros moriscos, y su tragedia, pueden aún rendir un inapreciable servicio simbólico a favor de la recuperación de la memoria y la comprensión de las consecuencias humanas que representan las indeseables demonizaciones colectivas que ha vivido nuestra historia.
Gema Martín Muñoz es directora general de Casa Árabe.
Islam España es el portal del islam en lengua española , un proyecto de futuro para la convivencia,la cooperación y el diálogo.
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