domingo, 11 de octubre de 2015

Bosnia y sus heridas abiertas

Bosnia,11 oct 2015,prensa.com,Luis Burón-Barahona


En el memorial de la masacre de Srebrenica reposan los restos encontrados de apenas algunos de los más de 8 mil muertos.  

A comienzos de esta semana, la justicia bosnia anunció que han acusado a más de 500 personas por crímenes de guerra y de lesa humanidad.

El último día en el que el bosnio Hasan Nuhanovic vio vivos a su padre, a su madre y a su hermano fue el 12 de julio de 1995. Observó a toda su familia caminar por las veredas que rodeaban la fábrica de baterías en Potocari y salir hacia los buses serbios. 15 años más tarde pudo volver a verlos. Eran fragmentos de huesos.

Nuhanovic narra su historia en incontables documentales sobre la guerra serbo–bosnia. Tenía cerca de 27 años y servía como traductor al Ejército de cascos azules de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), compuestos por soldados holandeses.

Él y su familia estaban en Srebrenica, una de las zonas neutrales que la armada internacional debía custodiar. Nuhanovic se pudo salvar por su labor. No así los más de 8 mil bosnios civiles que los cascos azules entregaron a los serbios. Todos fueron asesinados en menos de una semana.

A comienzos de esta semana, la justicia de Bosnia-Herzegovina anunció que han acusado a 509 personas por los crímenes de guerra y lesa humanidad durante los tres años que duró la guerra con Serbia (1992-1995). Fue una carnicería con alrededor de 100 mil muertos en el corazón de Europa, que para esos años ya organizaba su unificación en nombre de la prosperidad de su continente.

Algunos de los acusados por los bosnios han sido condenados, como el general Ratko Mladic, o el presidente Slobodan Milosevic. Otros viven como si nada hubiese ocurrido.

El fotógrafo estadounidense Ron Haviv captó memorables imágenes de las guerras en la antigua Yugoslavia. Una de ellas muestra al paramilitar serbio Srdjan Golubovic mientras patea, con un cigarrillo en la mano y gafas de sol sobre su cabeza, a una mujer madura acostada en la acera. La acompañan su esposo y su hija. Todos rodeados por charcos de su propia sangre. Golubovic ahora es un discjockey en Serbia. Lo conocen como DJ Max. En internet aparecen videos de él mezclando música electrónica mientras la gente baila y disfruta en medio de la oscuridad. Como si nada nunca hubiese pasado en el corazón de Europa.


La fábrica de baterías de Potocari fue el último refugio de los bosnios en Srebrenica. LA PRENSA/Luis Burón-Barahona

LA RUTA DE LA MUERTE

El camino desde Sarajevo, la capital bosnia, a Srebrenica es imponente: montañas y colinas, valles, riachuelos, bosques de abetos, y solares con pintorescas casas de dos pisos.

Al llegar a Srebrenica, después de unas cuatro horas de viaje, el paisaje es el mismo, pero el ambiente cambia. 20 años han pasado desde la masacre, pero las calles aún dan cuenta de lo ocurrido. De cada 10 casas, 7 están en construcción –probablemente por su destrucción durante la guerra-, y 2 muestran decenas de agujeros de metralla.

Con la muerte del fundador de Yugoslavia, Josep Broz (Tito), en 1980, comenzó el proceso de descomposición del bloque balcánico. Croacia y Eslovenia fueron los primeros en separarse, en 1991. Al año siguiente, Bosnia-Herzegovina llevó a cabo un referéndum en el que una mayoría de más del 95% votó a favor de convertirse en un Estado. La decisión no solo disgustó a lo que quedaba de Yugoslavia, administrada por políticos serbios, sino en las propias entrañas bosnias.

Durante años, Bosnia-Herzegovina fue un territorio de contrastes pacíficos. El país estaba poblado por los musulmanes bosnios, los cristianos ortodoxos serbios, y los católicos croatas. Vivían como vecinos y en paz. La agitación política cambió ese ambiente, y tras la reacción yugoslava por el referéndum, los serbios que habitaban Bosnia decidieron ‘arreglar’ el asunto con sus propias manos y sus propias armas.

El principal agresor de los bosnios no eran soldados de afuera, sino un ejército conformado por sus propios conocidos, sus profesores, sus alumnos, exnovios, amigos. Por sus vecinos de toda una vida.

Srebrenica marca esa nueva distinción entre los serbios que se quedaron y los bosnios que sobrevivieron. La parte baja del pueblo está habitada por los serbios, con productos de su país, carteles en cirílico y una iglesia ortodoxa. En la parte alta, en cambio, la tez de sus vecinos se oscurece, se habla bosnio, se venden productos musulmanes, no hay licores y una torre con una media luna anuncia los rezos.

Es sábado por la tarde y el pueblo está desierto. A cada tanto pasa un auto, algunas personas observan desde el umbral de sus casas, los perros y los gatos callejeros duermen bajo la sombra y una gallina sube y baja unas escaleras sin repellar. Potocari, la parte industrial de Srebrenica, está a 4 euros en taxi de distancia. De un lado está lo que queda de la fábrica de baterías que sirvió como última casa a miles de bosnios. Al frente, el memorial patrocinado por el presidente estadounidense William Bill Clinton. Bajo obeliscos de un metro de altura reposan los cadáveres que se han encontrado: la minoría de los asesinados.

Al ser declarada zona neutral, más de 60 mil refugiados bosnios se desplazaron hasta el pequeño pueblo de Srebrenica, donde había crisis de agua y electricidad, pero, al menos, no había guerra. En los primeros días de julio, los serbios comandados por Mladic atacaron la ciudad. Los refugiados acudieron a la fábrica de baterías, que servía como base de los cascos azules.

El 12 de julio de 1995, luego de ‘negociaciones’ entre el líder del Ejército holandés y Mladic, los bosnios fueron obligados a salir de la fábrica y a abordar vehículos serbios. Los buses tomaron incontables rumbos. Algunos, en efecto, llevaron a las mujeres y a los niños a lugares a salvo, pero la mayoría viajó hasta desolados bosques en el que asesinaron a los bosnios a sangre fría. Los cadáveres fueron quemados, mezclados, separados y esparcidos para dificultar su reconocimiento, lo que hace imposible que hoy todos los muertos estén en el memorial.

La masacre fue el punto de inflexión en el mundo, y dio comienzo a las intervenciones que generaron con la firma de los Acuerdos de Dayton en noviembre de 1995.

Adentro de la fábrica de baterías ahora hay un museo con fotografías desgarradoras e historias de vida de algunos de los asesinados. También hay una sala oscura en la que proyectan un documental sobre aquella tarde de julio. La mayoría de los visitantes son musulmanes, la mayoría de los visitantes llora en silencio.

TRES AÑOS DE ENCIERRO

En el centro de Bosnia-Herzegovina está su capital, Sarajevo. La ciudad es un valle rodeado por colinas y un río que la parte a la mitad. Ese entorno natural fue precisamente la estrategia principal de los serbios para sitiar la ciudad. Durante los tres años de guerra, nada se movía en la ciudad sin que los invasores dispararan a matar.


Las llamadas ‘rosas de Sarajevo’ marcan el lugar de impacto de los morteros serbios. LA PRENSA/Luis Burón-Barahona

Casi todos los edificios guardan su recuerdo del cerco serbio: destruidos, en reconstrucción, o con las huellas de la metralla. Aun así, la convivencia entre culturas parece intacta. En las calles se intercalan los templos musulmanes, católicos y ortodoxos. Campanas y llamadas a oración en árabe se mezclan con el ruido de los turistas.

El centro, llamado también ciudad vieja, exhibe todavía la influencia del imperio otomano. Calles de piedra, mezquitas, y mosaicos y arquitectura árabe adornan las esquinas. También aparecen frecuentemente las rosas de Sarajevo. Finalizada la guerra, varios artistas locales acordaron rellenar de resina roja los agujeros en las calles y aceras que dejaron los morteros serbios. Muchas ‘rosas’ han desaparecido por los obligados cambios urbanísticos, pero aún hay suficientes como para recordar la miseria que se vivió por tres años.

Los recuerdos también aparecen en las decenas de librerías alrededor de la ciudad, que narran cómo los bosnios corrían en zigzag y a toda velocidad por las calles para esquivar los disparos desde las colinas, o cómo se reunían de forma clandestina en edificios abandonados para conciertos, concursos y obras de teatro, o cómo construyeron un túnel subterráneo para adquirir los alimentos justos para sobrevivir, o cómo vivían sin agua y sin electricidad, intentando normalizar las penurias.

Desde el Fuerte Amarillo, en la cima de una colina en el centro de Sarajevo, se aprecia la ciudad en toda su magnitud. Se ven las brumosas montañas que bordean la ciudad, el río Miljacka, el puente Latino –donde asesinaron al emperador austrohúngaro Franz Ferdinand y se desató la I Guerra Mundial-, los varios templos religiosos, y también miles de tumbas. Además de sus colinas, Sarajevo está rodeada de pequeños cementerios atestados de tumbas marcadas por sus obeliscos de un metro de altura, la mayoría de las personas muertas durante el cerco. Una sinfonía de muerte que recuerda las heridas por cerrar.

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